Dejó la puerta entreabierta para que lo viera mientras se bañaba, quería seducirla. Como si ella no hubiese llegado allí embriaga por las ganas que se le acumulaban con los días.
Estaba un poco tímida, fuera de forma en asuntos sexuales. Intentó distraerse mirando por la ventana y sonrió durante la espera, evitando imaginar nada y menos pensar. Ricardo, no tardó en regresar. Se le paró al lado, muy cerca. Tan cerca que podía sentir la humedad de su piel aún sin tocarlo. Así, recién bañado, con olor a limpio, con la piel aún húmeda y el pelo mojado, descamisado y con una toalla en la cintura. Volvió a besarla y ella volvió a calentarse por dentro, porque bastaba mirarlo para que su cuerpo reaccionara a aquella energía.
Rocío no sabía si aquel erotismo era compartido o si era sólo ella quien lo experimentaba. Había estado demasiado tiempo perdida en el camino y sin saberlo. Había perdido contacto con su mundo interior y sus emociones. Se había desconectado de todos para proteger la historia que había creado en su mente y que justificaba, para permanecer fuera de rumbo.
El cuerpo de Ricardo se le acercaba como imantado, como si estuviese atraído por una fuerza mayor. Era inevitable que se tocaran, que se rozaran y se besaran con urgencia, con hambre. Ahí estaba la respuesta a su duda, en esa urgencia, en ese descontrol, esa era la fuerza que los juntaba. A lo mejor, por eso se encontraban, una y otra vez, por aquella reacción en el otro que les provocaba lujuria.
Parece que son las ganas, el deseo, la lujuria y el morbo lo que nos mueve desde un punto hasta otro, lo que nos estimula y lo que nos lleva a hacer cosas que de otra forma no haríamos. Para Ricardo y Rocío, fueron esas ganas las que determinaron la trayectoria de sus encuentros. Tenían deseo de sentirse, de dar y recibir placer, de intercambiar caricias y más placer. Lo que ocurría entre ellos era básico, primitivo, instintivo, carnal. Dejaban que fuesen sus cuerpos los que se expresaran, sin pudor. Sus cuerpos eran libres para manifestarse. Libres para hacer lo que les provocaba, lo que los despertaba, sin temor de lo que el otro pensara, sin freno ni vergüenza.
Después de vestirse, Ricardo, regresó a la misma ventana donde había dejado a Rocío. Se vistió para prolongar el encuentro y desde aquel momento, continuaron besándose en cada esquina de la casa: en la cocina, en el baño, dondequiera que se detuvieron.
Hablaron poco, rieron más y volvieron a seducirse, a provocarse, una y otra vez. En cada mirada había una sonrisa y tras cada sonrisa la cercanía y de nuevo, aquel beso que despertaba todo aquello que no habían podido expresar anteriormente, por andar perdidos, viviendo vidas carentes de amor. La respiración se les aceleraba mientras se comían las bocas. Sus cuerpos se movían sutil, suavemente, mientras se acariciaban las caras y se tocaban los labios.
Él, queriendo sentirla le agarraba las nalgas, con sus manos enormes, le tocaba la espalda y la acercaba hacia él. Ella, se pegaba más, y se restregaba sobre él. Movía sus caderas y lo tocaba por encima del pantalón y se excitaba aún más, sabiendo que lo tenía para ella. Quería que la desnudara, que la siguiera besando, que se la comiera toda. Quería sentir su lengua, que le lamiera el cuerpo, que la babeara, que la provocara tanto que ella le suplicara que se la cogiera.
La habitación estaba oscura y él, no prendió la luz. Ella entró a tientas y sonrió un poco al pensar en lo que pasaría. Se quitó el vestido y se acostó. Estaba todo en penumbras, estaba excitada y en la espera de sentirlo. No lo veía. Él se le fue acercando con cuidado y en silencio. Sin decir nada, le tocó las piernas, le lamió los muslos, la barriga, los senos y le comió la boca. Rocío, sentía que su cuerpo se contoneaba y no había forma de detener aquella oleada placentera que le habitaba el ser. Las manos de Ricardo la tocaban suave pero firmemente. Una vez más, su mano bajó por el cuello, los senos, por la barriga, por la entrepierna y ella, lo recibió: empapada, lista, expuesta.
Se comieron con gusto, se cogieron con ganas, con lujuria y sin pudor. Entre cosquillas y orgasmos retozaron por largo rato con la misma pasión; en aquel desenfreno de bocas, de sudor y de lenguas, de saliva, de besos, cosquilleo y lujuria.
Descansaron un rato y volvieron a empezar, pero esta vez fue Rocío quien se dedicó a darle placer. Lo besó tiernamente, lo tocó con delicadeza y bajó por su pecho, por su barriga y hasta su entrepierna. Desde allí, se ocupó de darle gusto, de darle placer, con las mismas ganas que él lo hizo antes. Él, balbuceó alguna cosa antes de rendirse a su magia y al final, la miró con asombro, con gusto y le dijo: “No te olvides que la próxima vez, comenzamos por aquí…”
Estaba un poco tímida, fuera de forma en asuntos sexuales. Intentó distraerse mirando por la ventana y sonrió durante la espera, evitando imaginar nada y menos pensar. Ricardo, no tardó en regresar. Se le paró al lado, muy cerca. Tan cerca que podía sentir la humedad de su piel aún sin tocarlo. Así, recién bañado, con olor a limpio, con la piel aún húmeda y el pelo mojado, descamisado y con una toalla en la cintura. Volvió a besarla y ella volvió a calentarse por dentro, porque bastaba mirarlo para que su cuerpo reaccionara a aquella energía.
Rocío no sabía si aquel erotismo era compartido o si era sólo ella quien lo experimentaba. Había estado demasiado tiempo perdida en el camino y sin saberlo. Había perdido contacto con su mundo interior y sus emociones. Se había desconectado de todos para proteger la historia que había creado en su mente y que justificaba, para permanecer fuera de rumbo.
El cuerpo de Ricardo se le acercaba como imantado, como si estuviese atraído por una fuerza mayor. Era inevitable que se tocaran, que se rozaran y se besaran con urgencia, con hambre. Ahí estaba la respuesta a su duda, en esa urgencia, en ese descontrol, esa era la fuerza que los juntaba. A lo mejor, por eso se encontraban, una y otra vez, por aquella reacción en el otro que les provocaba lujuria.
Parece que son las ganas, el deseo, la lujuria y el morbo lo que nos mueve desde un punto hasta otro, lo que nos estimula y lo que nos lleva a hacer cosas que de otra forma no haríamos. Para Ricardo y Rocío, fueron esas ganas las que determinaron la trayectoria de sus encuentros. Tenían deseo de sentirse, de dar y recibir placer, de intercambiar caricias y más placer. Lo que ocurría entre ellos era básico, primitivo, instintivo, carnal. Dejaban que fuesen sus cuerpos los que se expresaran, sin pudor. Sus cuerpos eran libres para manifestarse. Libres para hacer lo que les provocaba, lo que los despertaba, sin temor de lo que el otro pensara, sin freno ni vergüenza.
Después de vestirse, Ricardo, regresó a la misma ventana donde había dejado a Rocío. Se vistió para prolongar el encuentro y desde aquel momento, continuaron besándose en cada esquina de la casa: en la cocina, en el baño, dondequiera que se detuvieron.
Hablaron poco, rieron más y volvieron a seducirse, a provocarse, una y otra vez. En cada mirada había una sonrisa y tras cada sonrisa la cercanía y de nuevo, aquel beso que despertaba todo aquello que no habían podido expresar anteriormente, por andar perdidos, viviendo vidas carentes de amor. La respiración se les aceleraba mientras se comían las bocas. Sus cuerpos se movían sutil, suavemente, mientras se acariciaban las caras y se tocaban los labios.
Él, queriendo sentirla le agarraba las nalgas, con sus manos enormes, le tocaba la espalda y la acercaba hacia él. Ella, se pegaba más, y se restregaba sobre él. Movía sus caderas y lo tocaba por encima del pantalón y se excitaba aún más, sabiendo que lo tenía para ella. Quería que la desnudara, que la siguiera besando, que se la comiera toda. Quería sentir su lengua, que le lamiera el cuerpo, que la babeara, que la provocara tanto que ella le suplicara que se la cogiera.
La habitación estaba oscura y él, no prendió la luz. Ella entró a tientas y sonrió un poco al pensar en lo que pasaría. Se quitó el vestido y se acostó. Estaba todo en penumbras, estaba excitada y en la espera de sentirlo. No lo veía. Él se le fue acercando con cuidado y en silencio. Sin decir nada, le tocó las piernas, le lamió los muslos, la barriga, los senos y le comió la boca. Rocío, sentía que su cuerpo se contoneaba y no había forma de detener aquella oleada placentera que le habitaba el ser. Las manos de Ricardo la tocaban suave pero firmemente. Una vez más, su mano bajó por el cuello, los senos, por la barriga, por la entrepierna y ella, lo recibió: empapada, lista, expuesta.
Se comieron con gusto, se cogieron con ganas, con lujuria y sin pudor. Entre cosquillas y orgasmos retozaron por largo rato con la misma pasión; en aquel desenfreno de bocas, de sudor y de lenguas, de saliva, de besos, cosquilleo y lujuria.
Descansaron un rato y volvieron a empezar, pero esta vez fue Rocío quien se dedicó a darle placer. Lo besó tiernamente, lo tocó con delicadeza y bajó por su pecho, por su barriga y hasta su entrepierna. Desde allí, se ocupó de darle gusto, de darle placer, con las mismas ganas que él lo hizo antes. Él, balbuceó alguna cosa antes de rendirse a su magia y al final, la miró con asombro, con gusto y le dijo: “No te olvides que la próxima vez, comenzamos por aquí…”
Mara
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