martes, 21 de noviembre de 2017

La confesión...



Tenía dieciséis años y recién entraba en su penúltimo año de colegio. Tenía las hormonas revueltas y un afán por experimentar, que eran casi insoportables para él. Algunos fines de semana, se encerraba en su cuarto con la excusa de estudiar. Veía pornografía por ratos y se masturbaba tantas veces, que ni siquiera llegaba a cenar.

Carlos, estudiaba en un colegio de monjas en el cual se la pasaba entre clases y prácticas de baloncesto. No tenía novia, pero en alguna fiesta se había besuqueado con alguna amiga, aunque aún no tenía sexo. En la escuela no ocurría nada interesante ni novedoso y se ocupaba de estudiar y pensar en lo que haría cuando fuese adulto.

Curiosamente, ese año llegó al colegio, una monja muy joven. Era maestra sustituta, por lo que sólo intervenía, casualmente, en clases. Era delicada, simpática y conversadora. Tenía los ojos oscuros y profundos y una boca carnosa que llamaba la atención de Carlos. Usaba chancletas en cuero y un rosario, que le colgaba del cinto de su hábito blanco. Sólo podía verle los dedos de las manos y los pies.

Aquel hábito blanco representaba la simplicidad, la luz, la pobreza. Las monjas en el colegio, vestían de blanco porque eran las novias de Jesús y su velo negro era símbolo de humildad y recordatorio de penitencia, que protegía la pureza de sus almas y les recordaba que para permanecer limpios se requiere hacer sacrificios. Nadie comentaba nada de ella, tampoco de las otras monjas, pero a todos les llamaba la atención, aquella muchacha joven escondida tras un hábito blanco.

A Sor Caridad le encantaba leer y cuando no estaba en clase se la pasaba debajo de un árbol que había en el patio del colegio. Un Pterocarpus indicus, siempre verde, frondoso y de unas flores fabulosas que, al caer formaban una hermosa alfombra amarilla. Aquella joven mujer, contrastaba con el paisaje y se fusionaba con éste, de manera casi mágica.

Algunos muchachos se le acercaban para hablarle, algunas jóvenes se sentaban a conversar con ella y con todos, parecía amable y parlanchina. Carlos, la observaba de lejos hasta que un día, decidió acercarse y hablarle. Intrigado por conocer un poco más de la monjita bonita que tanta curiosidad le provocaba.

La saludó, le dijo su nombre y como siempre la veía leyendo decidió romper el hielo preguntándole, sobre qué leía. Ella no entró en detalles y soló le dijo que leía una colección de cuentos. Él indagó un poco más y ella, sutilmente, le explicó que era sobre literatura para adultos. Carlos, no entendió a lo que se refería, pero no se atrevió a preguntar más. Se despidió amablemente, y se fue.

Cuando salió del colegio, le dijo a su madre que le dejara en la biblioteca pública pues debía terminar alguna asignación. Entró y se le acercó a la bibliotecaria que estaba sentada atrás de un mostrador, ajena de quiénes entraban. Era una señora muy seria, escondida detrás de unos espejuelos en pasta: “Tengo que hacer un trabajo sobre literatura para adultos, ¿qué me recomienda?” dijo Carlos, en voz baja. La bibliotecaria lo miró por encima de los espejuelos y sin moverse, le dijo: “¿A qué te refieres? Buscas literatura erótica o estás buscando pornografía. Aquí no encontrarás nada sobre ninguna. Lo que quieras, vas a tener que comprarlo, pero eso no lo venden en todas partes”. Bajó la cabeza, y siguió leyendo. Carlos, no se conformó con su respuesta y le dijo: “¿Por qué no hay información sobre ninguna?” Ella volvió a mirarlo por encima de los espejuelos y le dijo, un poco molesta: “¿Tu madre sabe lo que andas buscando? Dudo mucho que tengas una asignación sobre ese tema porque de eso no se habla en las escuelas”. Miró el nombre del colegio en su camisa y añadió: “Y menos en un colegio de monjas”. Carlos, intentó no parecer avergonzado y le dijo: “Pues, le diré a la maestra”. Quiso averiguar un poco más y le cambió el tema para suavizarla: “¿Qué lee?” La señora, sin levantar la mirada contestó: “Nada erótico, leo a Quiroga, La gallina degollada ¿Algo más?” Ya sin más opciones, se marchó y caminó hasta su casa, aún muy intrigado.

Al próximo día, volvió a acercarse a la monjita. Esperó que se acabaran las clases y la buscó por los pasillos de la escuela. La encontró recogiendo unos papeles dentro de un salón de clases. Se disculpó al entrar y le preguntó si podía hablar con ella. Sor Caridad, aceptó y se sentó en el escritorio. Carlos, comenzó a hablarle, rápidamente: “Usted me dijo que leía literatura para adultos y yo, quiero saber qué es eso. Ayer fui a la biblioteca y la señora que allí trabaja se medio ofendió y me insinuó que era algo malo.” Sor Caridad lo miró sonreída y le dijo: “La mayor parte de las personas se pasan la vida negándose la sexualidad. De hecho, la juzgan como algo malo como si no fuésemos seres sexuales. En todas partes nos hacen sentir mal por tener deseos, por la lujuria y nos han condicionado a no hablar del tema, a no expresar nuestras dudas, curiosidades y mucho menos, las ganas”. Continuó hablando mientras lo miraba a los ojos y Carlos, comenzó a sentir fascinación por la manera tan elocuente y relajada como aquella mujer con hábito de monja se expresaba sobre la sexualidad, sobre esa cosa que no entendía pero que deseaba experimentar.

“Por ser monja no se me permite casarme y parte de mi compromiso con la orden a la que pertenezco es controlar mis instintos carnales, cosa que te confieso aún no domino. Al igual que tú, tengo mucha curiosidad y por eso leo estos cuentos”. Carlos, casi no podía hablar. No sabía ni siquiera, qué preguntarle. Ella permaneció callada y le dijo: “Ven mañana”.

Carlos, caminó hasta su casa esa tarde. Idiotizado por sus palabras, y aún más intrigado. Entró a su habitación, se desnudó y pensó en la voz de la monja. La vio parada frente a él, hablándole bajito mientras le permitía tocarla y lo dejaba metérsele por debajo del hábito y sentir su humedad. Se masturbó pensándola y al final, sintió vergüenza por sus deseos malsanos y por estar queriendo cogerse, precisamente, una monja.

Al próximo día volvió a buscarla como acordaron. La encontró debajo del árbol frondoso. Ella le miró la entrepierna y él, se sintió incómodo pues por inexperiencia, no sabía cómo manejar lo que estaba pasando. Ella pareció notarlo y sin preámbulo, le preguntó: “¿Te masturbaste pensándome?” Sintió vergüenza y bajó la cabeza mas la vergüenza no evitó el endurecimiento. Sor Caridad, permaneció callada, esperando su respuesta: “Sí”, contestó Carlos, en voz baja. Ella continuó: “¿Te gustó pensarme?” Carlos no sabía qué decir y ella sin esperar respuesta, añadió: “Yo también me masturbo”.

Caridad, volvió a mirarlo entre las piernas. Tenía un pantalón color kaki que ya se había humedecido y que marcaba, perfectamente, su erección: “Me gusta saber lo que provoco en ti sin que apenas me hayas tocado. Eso es el erotismo, lo que nos provoca los sentidos. Lo que nos ocurre cuando nuestra mente conecta con el cuerpo sin que ni siquiera te hayan rozado. Por eso leo estas cosas, porque a través de estas historias mi cuerpo se despierta de manera insospechada y puedo conocerlo mejor y saber a conciencia lo que me gustaría que hicieran en cada una de mis partes ¿Me entiendes?”.

Carlos, quería seguir hablando, pero un nudo en la garganta se lo impedía, sentía que salivaba como cuando ves alguna comida que te gusta. Sentía que algo incontrolable lo poseía. Sentía que su corazón se aceleraba y que quería agarrarla y cogérsela, allí debajo del árbol frondoso, allí donde todos los vieran. Ella no dijo más y él, le preguntó si podía seguir viniendo a hablarle. Ella, sonrió y le dijo: “Cuento con eso”.

Esa tarde, cuando llegó a la casa, volvió a masturbarse pensándola. Escuchaba su voz al decirle que ella también se masturbaba y se la imagino tocándose para él. Desde ese día, soñó con ver a cualquier mujer tocándose para él.

Varios días pasaron y la encontró en el patio, una vez más, bajo el árbol. Se le acercó mientras leía y ella, al sentirlo acercarse le dijo que lo había echado de menos. Él, intentaba disimular la urgencia por verla, los nervios y la incontrolable erección. Le, le preguntó sobre qué trataba el cuento que leía. Ella le contó, sonreída. A Carlos, le fascinaba su voz y la manera como hablaba, el detalle en sus palabras y cómo movía las manos. La tenía de frente y podía sentir su cercanía mas no tocarla.

Ese día ella comenzó a decirle que por ser monja no podía tener sexo pero que estaba muy curiosa y aunque sabía que ya le había hablado de esto, decidió repetirlo pues era parte de su conflicto interior. Le dijo que amaba a Dios y estaba comprometida con la iglesia pero que aún no dominaba el asunto de los deseos carnales, como ya le había mencionado. Le confesó que su conflicto emanaba de su curiosidad. Por un lado, tenía ganas de que la tocaran, que la penetraran y por otro, estaba su compromiso y amor a Dios. No tenía claro porqué ambas cosas debían estar separadas si para ella, no entraban en conflicto. Sin embargo, en ocasiones sentía mucha culpa y cuando eso pasaba, se encerraba por meses a orar.

Le contó sobre sus deseos. Le contó lo que pensaba cuando se masturbaba: “Siento que me pasan la lengua por el cuerpo, que la lamen toda, que me muerden, que me gozan”. Le dijo que cuando leía, era cada uno de aquellos personajes que se permitían experimentar el placer sin que confligiera con la moral y el prejuicio.: “A través de un texto, la gente es libre para experimentar el placer, por el gusto de sentirlo sin pensar en el siguiente instante, sin mañana, sin culpa”.

Cada día, Carlos, regresaba por más y sus amigos comenzaron a preguntarle de lo que hablaba con la monjita. Él no quería que nada dañara aquello que le ocurría y que le tenía el cerebro trastocado de lujuria. Sólo les dijo que tenía mucha curiosidad por el tema religioso y que como ella era joven podía explicarle mejor, aquello de ser un siervo de Dios. Ninguno puso en duda su inquietud y desde ese día comenzaron a llamarlo, El padrecito.

Sor Caridad se convirtió en la fuente de sus fantasías. Suplía con sus palabras de las historias que su mente necesitaba para experimentar orgasmos maravillosos. Aunque no poder tocarla ni acercársele comenzaba a convertirse en una obsesión. La veía en todas partes y aún, cuando intentaba ponerle otras caras a sus fantasías, siempre terminaba metido debajo del hábito de aquella monja seductora que lo excitaba tanto.

Volvió a encontrarla en el patio y ella le miró la entrepierna, como de costumbre. Comenzó a hablarle sin parar, como si no tuviese más tiempo:

Me gusta saber que mis relatos te provocan. Me gusta saber que te pones tan enfermo que apenas puedes hablar. Me gusta tocarme pensándote. Sentir que eres tú, quien estás ahí.

Hoy voy a hablarte de cosas que le harás a las mujeres cuando crezcas y que les va a encantar. Hazles sexo oral con ganas. Cómetelas como si fuesen un nectarín. Quédate ahí jugando y dales placer, porque si aprendes a darles placer tendrás a las mujeres más dispuestas para complacerte.

Me masturbo pensándote, Carlos, todas las noches y no sé si las otras monjas también lo hacen porque no hablamos de esto. Hoy quiero contestar todas las preguntas que me has hecho.

Hoy quiero hablarte de las ganas que tengo de que seas tú, quien me des placer.

Me has comido muchas veces en mis fantasías. Te siento entrar en mi cama y meterte entre mis sábanas, sólo para comerme y exploto en tu boca porque gozas hacerlo y luego te vas porque sabes que no puedes cogerme.

Ves, otra vez estás mojado, Carlitos. Otra vez estás a punto de venirte aquí, enfrente de todos.

Ahora vete, se hace tarde.

Al próximo Sor Caridad desapareció del colegio y nunca más supo de ella. Le contaron que la habían llevado a otra escuela. Nunca más la vio ni volvió a mencionarla, pero su recuerdo permaneció vivo por muchos años.

Fue su mejor amante sin apenas rozarlo y desde entonces, y en su honor, siempre le pide a sus mujeres que se toquen frente a él…





Mara

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