Cuando
adoptó al niñito, juró que dedicaría su vida a cuidarlo. Lo protegería por encima de cualquier
circunstancia. Cumpliendo así, la
promesa que se hizo cuando aún era adolescente: adoptaría un niño y le daría
todo el amor que la vida le estaba negando en ese momento. Para aquellos tiempos en que la vida la tocó
de cerca, por primera vez.
Leticia,
fue maestra desde muy joven, pero dejó de trabajar tras la muerte de sus
padres. Heredó lo suficiente como para
poder vivir una vida cómoda sin necesidad de afanarse y cumplir así, con el
juramento que hizo de cuidar al muchachito a tiempo completo. Todos los eventos en la vida de Leticia se
desencadenaban cual si hubiesen estado planificados de antemano, y quizá lo
estaban. La muerte de sus padres,
ocurrió algunos meses después que adoptó a Georgie. Murieron súbitamente en
un accidente automovilístico y nunca se supo qué fue lo que, verdaderamente,
ocurrió. Fueron tiempos muy difíciles
para ella, mas su foco era el bienestar del niñito. Poco tiempo después se retiró del
magisterio y pudo, al fin, atender como quería al hijo recién llegado.
Adoptó a
Georgie cuando ya tenía tres años. A los seis meses de nacido fue removido de
su hogar, pues sus padres eran drogadictos y tenían un patrón de violencia
que ya había sido denunciado. Lo enviaron a un hogar sustituto donde permaneció
hasta que el Estado decidió ponerlo en adopción, cuando quedó, verdaderamente,
huérfano. Georgie, no tenía ningún
familiar que se encargara de él por lo que el proceso de adopción fue
sencillo y sin graves contratiempos.
Los padres
de Leticia no estuvieron de acuerdo con su decisión de adoptar, pero se
encariñaron con el niño tan pronto lo trajeron a la casa. Una pena que no
pudieron disfrutar de su presencia por mucho tiempo.
La
maternidad fue el motor que hizo su vida moverse, que tuviese sentido. Se
desvivió cuidando al niño y el tiempo que tenía disponible lo dedicaba a atender
su casa, el jardín y de vez en cuando, recibir visitas efímeras de algunas personas
que venían a reparar alguna cosa del hogar.
Nunca la visitaban amigas, amigos ni familiares.
Aquellos
dos seres vivían en aislamiento y el niño sólo salía para ir a la
escuela. Leticia, sólo salía cuando
era estrictamente necesario y en ocasiones, para acompañar a Georgie, por caminar
junto a él. Llevaba una vida sencilla,
recatada y bastante privada. Nadie
tenía nada que comentar sobre ella, aunque decían que era muy extraña.
Iba al
correo el último martes de cada mes, buscaba la correspondencia y regresaba a
la casa. Precisamente, ese martes, cuando salía del correo, se tropezó con
Juaco, su primer y único novio, el noviecito de la escuela superior. Se sorprendió al verle y hasta se puso un
poco nerviosa y con razón. Juaco,
había desaparecido del pueblo tan pronto se habían graduado y su recuerdo
sobre él, no era muy agradable. Sin
embargo, no tuvo más remedio que saludarlo, había pasado mucho tiempo y debía
haber olvidado, mas no lo suficiente como para perdonarlo.
Mientras
hablaban, recordó detalladamente su historia junto a él. Recordó su dolor, la tristeza y la ira que
sintió durante años. Él, le arruinó la vida, pero se quedó callada. Una vez más, hablar no era necesario. Se le retorcieron las entrañas. Se dio cuenta que aquella pesadilla
permanecía intacta en su conciencia y se llenó de más coraje, pero una
sensación extraña le atravesó por el cuerpo. Quizás un poco de lujuria, un
poco de morbo.
Con Juaco
perdió la virginidad, con Juaco hizo travesuras que, si sus padres se hubiesen
enterado, jamás les habrían permitido salir de la casa y menos juntarse. Con Juaco, se arrebataba y tuvo los mejores
orgasmos. De Juaco, se enamoró, perdidamente, como se enamoran los
adolescentes, sin miedo. Eran
intensos, inmaduros, descuidados y apasionados y Leticia, en toda aquella
marejada amorosa, quedó embarazada.
El
embarazo de Leticia causó conmoción entre ellos y en su inconciencia, le dijo
que él no tenía pruebas de que ese niño fuese de él, aunque no tenía razón
para dudar de ella. Le dijo que no
debía parirlo porque eran muy jóvenes para tener un muchachito. Juaco, no
asumió responsabilidad alguna y desde aquel momento en adelante, se le escondió
y la trató con desprecio. Se comportó como un cobarde.
Leticia
lloró mucho. Se sentía desprotegida,
abandonada. Desesperada, no sabía con
quién hablar. Imaginaba el dolor que le causaría a sus padres y la vergüenza. Se atormentaba pensando en ellos, jamás la perdonarían. No la habían educado como una princesa para
que viniese con eso, para que fuese madre soltera, para que se arruinara la
vida. Habían confiado plenamente en su
juicio y ella los decepcionaba con una barriga. No dormía, no comía, no sabía qué hacer. Los amaba y a la vez los odiaba porque era
su culpa la decisión que tomara. A esa
edad la culpa es de otros.
Al final,
decidió hablar con su mejor amiga, Lupe. Juntas acordaron que la única salida era abortar
la criatura y guardar el secreto eternamente, como si nunca hubiese ocurrido.
Así fue, nunca más volvieron a hablar del tema. Lupe y Leticia, fueron a alguna clínica en
la Capital, donde practicaban abortos.
Viajaron por horas en transportación pública hasta llegar al lugar
donde terminaría el suplicio de Leticia.
Allí, una mañana de miércoles, se dio por terminado el embarazo no
deseado y allí, también quedó la historia.
Desde ese día en adelante, sólo Leticia, cargaría el desenlace en sus
espaldas, como una penitencia.
Juaco, se
dio cuenta con el tiempo que el embarazo había terminado, pero nunca preguntó. No volvió a buscarla, no se explicó y menos
se disculpó. Por el contrario,
desapareció tan pronto salió de la escuela.
Escapó como un fugitivo.
Leticia,
nunca preguntó por él, a sus familiares ni amigos. Tampoco la gente del barrio lo echó de
menos. Parecía que se lo había tragado la tierra.
Por esa
historia Leticia se empecinó con adoptar un niño. Perseguida por los prejuicios de sus padres,
por lo que escuchaba los domingos en la misa y por la culpa que la enloquecía.
Nunca
volvió a tener novio. Nunca se le
conoció pareja. Sin embargo, en
ocasiones, tenía amoríos, a escondidas y en secreto, con hombres sin rostro y
sin historia, con hombres que no tenían ninguna posibilidad con ella. Con los que cambiaban lámparas, destapaban
fregaderos, desyerbaban el patio o algún quehacer inventado, alguna excusa.
El tiempo
la volvió fría y calculadora. Nadie la
conocía, verdaderamente, sólo veían la fachada, lo que les mostraba.
Aquella
mañana de martes, Juaco, la saludó con alegría y emoción, como si hubiese
olvidado toda la historia entre ellos. Ya eran mayores, aunque no
viejos. Habló sin parar y con
descuido. Le contó que se había pasado
la vida trabajando, que había sido marino mercante, que había viajado por el
mundo y que recién se había retirado.
Le dijo que había decidido regresar a vivir en casa de los padres, que
habían muerto hacía poco tiempo y que compartía la misma con una hermana
viuda. No le dijo si estaba casado, si
tenía hijos o nietos y ella, tampoco preguntó.
Curiosamente,
a pesar de todas las emociones encontradas de Leticia, mientras hablaba con
él, no dudó en darle su número de teléfono tan pronto lo solicitó. Sonrió
tímidamente y se lo escribió en un pedazo de papel que arrancó de algún sobre,
de la correspondencia.
Cuando se despidieron, Leticia, pensó en que la vida es como la tierra, redonda y siempre da vueltas en círculos y nos tropezamos con las historias inconclusas para que podamos ponerle punto final, para que revisemos las lecciones o para que cambiemos el curso de las mismas, para bien o para mal. Se le erizaron los pelos al pensar en él, le dio coraje, tristeza y, también, también le dio bellaquera. Recordó el tormento en su adolescencia, la ansiedad y el miedo, el desamparo y el desprecio, pero igual se preguntó, cómo sería si se volviesen a estar juntos, si volviesen a tocarse, a sentirse. Juaco se llevó el papelito con el número de teléfono, cual trofeo. Sonrió de medio lado y dijo en voz alta: “Esto está del otro lado.” Desde ese momento, comenzó a maquinar, lo que haría para reencontrarse con Leti. Su mente voló a donde vuelan las mentes cuando se nos provoca el cuerpo. Comenzó a llamarla, diariamente. Le contaba sus historias y la entretuvo por algunas semanas. Leticia pensaba en él todo el tiempo, su mente fraguaba una historia. Sabía por dónde llevaría la conversación. Un día, le comentó que había comprado unas lámparas y que no había conseguido quién se las instalara. Juaco, se ofreció sin titubear. Acordaron que vendría el próximo día, durante la mañana, después que el nene se fuera a la escuela. Leticia, despertó temprano y sintió, ese cosquilleo malicioso que da la anticipación, cuando sin buscarlo la lujuria se te atraviesa por el ser. Sabía que este era el principio de algo con lo que había soñado por demasiado tiempo. Se le estaba cumpliendo un deseo y lo llevaría hasta el final. Se dio un baño largo, se puso ropa bonita pero no evidente y esperó a que Juaco llegara. Aquellos dos seres sabían en lo que se estaban metiendo, pero él no tenía idea de la profundidad del asunto. Las experiencias de la vida, en ocasiones, hacen que la gente piense que conoce de ante mano el proceder de los otros, pero la exagerada confianza en nosotros mismos casi nunca es un buen aliado. El ego nos nubla el entendimiento y no nos deja ver con claridad. Juaco se retrasó un poco, sabía que el retraso le pondría algo de tensión a la cosa. A Leticia, la espera le dio ansiedad pues sabía que lo de las lámparas era una excusa, ambos lo sabían. Se dio un trago de ron para bajar la urgencia, aunque era muy temprano y se volvió a lavar la boca. Tocó la puerta y ahora fue ella, la que se hizo esperar. Ese hacerse esperar es parte del juego de la seducción. Momentos donde el corazón se acelera y no es precisamente, por amor. Cuando, Leticia, abrió la puerta, sintió un calentón por el cuerpo y pensó que era uno de esos calentones menopáusicos que padecía para aquellos días. Sin embargo, no se la calentaba el cuello y sí, la entrepierna. Lo dejó pasar, sonreída, con delicadeza y alegría, disimulando todo aquello que se le revolvía por dentro. Comenzó a hablarle de las lámparas y a mostrarle dónde quería que las instalara. Juaco, permaneció callado, la observaba con detenimiento y le excitó verla sobresaltada. Le pidió agua y le comentó algo sobre su ropa, sin esforzarse mucho: “Te queda bien ese color.” Leticia no supo cuánto tiempo pasó desde que Juaco llegó hasta que se dio cuenta de que estaba montada sobre tope de la cocina, con el noviecito de escuela superior metido entre las piernas y besuqueándose, como si aún fuesen adolescentes, como si el tiempo no hubiese pasado. Hacía tiempo que nadie venía hasta allí para resolverle. Añoraba que le tocaran el cuerpo sin recato. Leticia y Juaco, se entregaron a una aventura que resultó ser más excitante de lo que ambos imaginaron. Esa mañana, se cogieron sin pedirse permiso, con bellaquera, con morbo. Leticia lo envolvió en su lujuria contenida, en su silencio, en sus pensamientos, en su telaraña. Lo despidió en la puerta antes de que llegara Georgie. Había desenfado en su mirada, indiferencia y distancia. Prometió llamarlo otro día para que terminara lo que había empezado, sonrió, le guiñó un ojo y cerró la puerta.
Para Juaco,
su reacción fue inesperada. Sin embargo, se fue sabiendo que después de un
buen polvo, repetir es inevitable. “Pobre
de aquél que no sabe que a las mujeres hay que cogérselas bien para que
quieran volver. Porque si no tienes na’ que ofrecerle y no te quieres casar,
al menos si te las coges rico y las complaces, te garantizas que quieran
repetir. Las que se quedan con un
macho que no sirve en la cama, se quedan por amor y cuando salen de ahí
siempre buscan un buen amante y para eso, nací yo.” Pensó en voz alta,
sintiéndose dueño del barrio.
Leticia, no contestó el teléfono por varias semanas. Espero, quería que supiera, que era ella quien decidía el cuándo de aquellos encuentros. Lo llamó temprano, un lunes. Le habló relajada, alegre, serena, como si nada; en control. Juaco, no estaba acostumbrado a eso, no estaba acostumbrado a que fuese una mujer la que llevase el ritmo. Le habían cambiado el juego, pero aún no olvidaba lo que había ocurrido aquel viernes. Había pasado tiempo suficiente como para que deseara cogérsela nuevamente y no perdía nada dejando que fuera ella la que llevase el ritmo. Acordaron verse el próximo día, tempranito.
Tenía urgencia y por eso llegó aún más temprano. Encontró la puerta entreabierta, tocó varias veces antes de entrar. La llamó por teléfono desde el recibidor, pero salió la contestadora. Entró hasta la sala y volvió a llamarla: “Leti, Leticia…” Nadie contestó, mas la curiosidad lo llevó a que siguiera avanzando, se excitó de sólo pensar con lo que se encontraría, se tocó sobre el pantalón y lo sintió firme, listo para ella. Sintió que se le aceleraba el corazón y volvió a llamarla: “¡Leticia!”
Al fin escuchó su voz: “Estoy en mi cuarto.” Juaco, caminó hasta la habitación y allí, también, la puerta estaba entreabierta. Al entrar, se la encontró de espaldas, parada frente a una ventana por donde entraba la luz mañanera. Tan sólo podía ver su silueta desnuda y su cabello entrenzado. "No te acerques, sólo mírame desde donde estás, dime lo que ves y describe con palabras, lo que quisieras hacerme” le dijo suavemente, sin inmutarse. Sintió que se le aceleraba el corazón aún más. La miraba y escuchaba la seducción en sus palabras. Volvió a tocarse por encima del pantalón y sentía que se reventaba. Ella le pidió que se sentara en la butaca y que no dejara de mirarla. Él, obedeció sin ripostar. Quería ver hasta dónde era capaz de llegar aquella mujer y su fantasía. Después que se sentó, ella le pidió que se desabotonara el pantalón y comenzara a tocarse, mientras describía lo que veía y lo que le provocaba de ella. Juaco, comenzó a describirle lo que le hacía en su mente: “Desde ahí donde estás me acerco a ti y sin tocarte te beso los hombros y el cuello. Te huelo, me pego a ti para que me sientas. Te abro las piernas sin moverte. Me arrodillo detrás de ti y te toco las nalgas y la espalda. Te meto las manos por la entrepierna y dejas que toque tu humedad. Te retuerces y me pides que te coma y…” “¡Cállate! Ahora, desnúdate para mí” dijo ella, con voz firme. Juaco, apenas podía desnudarse y menos seguir tocándose. Sentía que no le daría tiempo. La bellaquera y el morbo, superaban cualquier expectativa. “Avísame cuando estés listo.” Juaco, se sentía expuesto ante toda aquella excitación. El placer nos vuelve vulnerables. La seguridad y firmeza de Leticia lo tenían enloquecido y a la vez, lo atemorizaban un poco, mas no lo suficiente como para que quisiera parar. Ella lo estaba dominando, y deseó que se le acercara y que no esperara más. Ella se volteó con naturalidad y así, desnuda y sin vergüenza, caminó hacia él. Lo miró, se le acercó y le besó los labios, le comió la boca con ganas, le murmuró cosas que él no entendió pero que le erizaron los pelos. Eran sus movimientos, sus gemidos, su seguridad y las ganas en su expresión. Quería comérsela e intentó tocarla y agarrarla, mas ella no lo dejó. Le empujó los brazos hacia atrás y se montó sobre y él. Se penetró y él, fue el objeto. Se retorció de placer. Lo sintió rico dentro de ella, abrió las piernas un poco más y volvió a besarlo con lujuria y pasión. Suavemente, se le salió de encima y se arrodilló entre sus piernas. Lo miró con lujuria, le sonrió con complicidad, con malicia y en silencio. Lo acarició, le pasó la lengua suave, tibia y húmeda. Lo tocó con deseo. Juaco, no paraba de mirarla, estaba idiotizado, a punto de reventar, de estallar en arqueadas orgásmicas y placenteras y fue en ese momento, cuando más vulnerable estuvo que Leticia sin aspaviento, se lo cortó de raíz: sin compasión, sin emoción, sin pena, sin culpa, pero sobre todo, sin amor...
Mara
|
martes, 14 de noviembre de 2017
Para que no me olvides...
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