jueves, 14 de diciembre de 2017

No preguntes...

No tenía claro lo que su presencia despertaba en ella. Sin embargo, a pesar de los días sin verle, a pesar de su silencio, a pesar de saberlo decepcionado con la vida: no perdería ni una sola oportunidad para besar, acariciar y disfrutarse, aquel ser sacado de algún cuento de hadas.

Marco, se le aparecía como un fantasma y ella no se resistía. Se dejaba llevar, llegaba hasta donde estaba sin poner mucha resistencia. Acordaron encontrarse en el lugar de siempre, allí donde el tiempo pasaba sin que se dieran cuenta.

Al llegar encontró la puerta entreabierta y entró sin titubear: sabía que la estaba esperando. Lo vio en el balcón, parado de espaldas a la entrada. Descamisado, con las manos metidas en los bolsillos. Se volteó al sentirla entrar y sin pensarlo mucho, le dijo: “Acércate”. Raquel, se acercó, lentamente, para poder mirarlo con detenimiento. Le gustaba su piel, su pelo oscuro, le gustaba cómo se paraba, su virilidad, su desenfado, su perenne melancolía. Le hubiese gustado tocarlo, pero no se atrevió. Se paró a su lado y él, por primera vez, la miró con indiferencia. Faltaba aquella sonrisa que a ella tanto le gustaba y que le provocaba el cuerpo.

No entendió bien lo que estaba pasando mas no pregunto. Prefirió esperar y no precipitarse. Se sentaron en el balcón y al comenzar a hablar, le pidió que no hiciera preguntas. Marco, miraba hacia la nada, con desinterés, como si estuviese cumpliendo con un requisito. Absorto en sus pensamientos más profundos. Lucía incómodo, su cuerpo no apuntaba hacia ella y no la miraba al hablar. Raquel, sabía que nada de lo que estaba ocurriendo tenía mucho sentido. La había invitado a venir pero no se sentía bienvenida.

De repente, Marco, se levantó sin decir nada, como si le hubiese leído el pensamiento y estuviese accediendo a que se marchara de allí.  Caminó hacia la entrada sin hablar, ella lo siguió sin preguntar.  En la puerta, Raquel, se acercó para despedirse y no hacer del encuentro uno más extraño.

Sin embargo, allí en la entrada o la salida, la miró a los ojos por primera vez desde que llegó y se le acercó como siempre. Le susurró: "Te dije que no preguntes nada, que llegues, me beses y gimas para mí".  La besó en los labios, saboreó su boca, la acercó hacia él y sin mucho preámbulo, le levantó el vestido. Volvió a cerrar la puerta sin alejarla de él y continuó besándola, sin decir nada.

Para Raquel, era fácil envolverse en aquellas manos que sabían tocarla, en aquella boca que sabía besarla y comprendió, que la lujuria nada tiene que ver con el amor. Que los encuentros y los desencuentros nada tienen que ver con lo que nos parece lógico, ni con lo que hemos aprendido o interpretado. Que los encuentros lujuriosos son encuentros donde los cuerpos se juntan para dar y recibir placer. El placer en esencia, sin grandes preguntas ni practicadas respuestas. Aprendía de Marco, sobre el desapego pero también, aprendía sobre el placer como instrumento, como medio irremplazable para comunicar el gusto de la carne.

Continuó besándola, cada vez con más ganas. Le tocaba las nalgas por debajo del vestido, le metió la mano entre la ropa interior sin preguntar ni pedir permiso. Se restregó sobre ella mientras la seguía penetrando con los dedos, sin palabras y sin amor, porque eran las ganas lo único que compartían aquellos dos.

Se la cogió parada frente a la pared de la entrada, sin moverse, dejándose llevar por sus gemidos y por su humedad. Le agarraba la cara para lamerla y comerle la boca. Aquellos dos seres, casi nunca se movían mientras se cogían.  Los dominaba una sensación particular, para la cual no tenían explicación alguna pero que al final, tampoco necesitaban. Era el gusto de sentirse y dar placer lo que los unía. 

No pasó mucho tiempo hasta que, Marco, se contorsionó empujándola un poco más contra la pared, penetrándola un poco más, si es que eso era posible. Se quedó quieto dentro de ella, con la respiración acelerada. Raquel, sentía sus palpitaciones, su cuerpo caliente y su silencio, siempre el silencio.

No pasó mucho rato hasta que la levantó un poco y la acercó hacia una silla, la sentó sobre él, sin dejar de penetrarla. Le pidió que se tocara mientras la miraba. Se excitaba otra vez, viéndola tocarse para él, envuelta en todas las sensaciones que podría estar experimentando. Raquel, no decía nada, sólo le miraba el rostro y se dejaba llevar por las manos que le acariciaban el cuerpo, por la bellaquera que aquel hombre de ensueño le provocaba por dentro. Sintió cómo sus piernas lo apretaban, cómo se contoneaba sin poder controlarlo.

Se recostó en su pecho para sentir su calor, sabiendo que debía marcharse. Se incorporó, lo miró a los ojos, le comió la boca, una vez más y suspiró en el beso, sabiendo que no regresaría. Se puso de pie con dificultad, se acomodó la ropa interior sin apenas mirarlo, se desarrugó el vestido, y así, sin decir nada, abrió la puerta y se marchó...
Mara


martes, 21 de noviembre de 2017

La confesión...



Tenía dieciséis años y recién entraba en su penúltimo año de colegio. Tenía las hormonas revueltas y un afán por experimentar, que eran casi insoportables para él. Algunos fines de semana, se encerraba en su cuarto con la excusa de estudiar. Veía pornografía por ratos y se masturbaba tantas veces, que ni siquiera llegaba a cenar.

Carlos, estudiaba en un colegio de monjas en el cual se la pasaba entre clases y prácticas de baloncesto. No tenía novia, pero en alguna fiesta se había besuqueado con alguna amiga, aunque aún no tenía sexo. En la escuela no ocurría nada interesante ni novedoso y se ocupaba de estudiar y pensar en lo que haría cuando fuese adulto.

Curiosamente, ese año llegó al colegio, una monja muy joven. Era maestra sustituta, por lo que sólo intervenía, casualmente, en clases. Era delicada, simpática y conversadora. Tenía los ojos oscuros y profundos y una boca carnosa que llamaba la atención de Carlos. Usaba chancletas en cuero y un rosario, que le colgaba del cinto de su hábito blanco. Sólo podía verle los dedos de las manos y los pies.

Aquel hábito blanco representaba la simplicidad, la luz, la pobreza. Las monjas en el colegio, vestían de blanco porque eran las novias de Jesús y su velo negro era símbolo de humildad y recordatorio de penitencia, que protegía la pureza de sus almas y les recordaba que para permanecer limpios se requiere hacer sacrificios. Nadie comentaba nada de ella, tampoco de las otras monjas, pero a todos les llamaba la atención, aquella muchacha joven escondida tras un hábito blanco.

A Sor Caridad le encantaba leer y cuando no estaba en clase se la pasaba debajo de un árbol que había en el patio del colegio. Un Pterocarpus indicus, siempre verde, frondoso y de unas flores fabulosas que, al caer formaban una hermosa alfombra amarilla. Aquella joven mujer, contrastaba con el paisaje y se fusionaba con éste, de manera casi mágica.

Algunos muchachos se le acercaban para hablarle, algunas jóvenes se sentaban a conversar con ella y con todos, parecía amable y parlanchina. Carlos, la observaba de lejos hasta que un día, decidió acercarse y hablarle. Intrigado por conocer un poco más de la monjita bonita que tanta curiosidad le provocaba.

La saludó, le dijo su nombre y como siempre la veía leyendo decidió romper el hielo preguntándole, sobre qué leía. Ella no entró en detalles y soló le dijo que leía una colección de cuentos. Él indagó un poco más y ella, sutilmente, le explicó que era sobre literatura para adultos. Carlos, no entendió a lo que se refería, pero no se atrevió a preguntar más. Se despidió amablemente, y se fue.

Cuando salió del colegio, le dijo a su madre que le dejara en la biblioteca pública pues debía terminar alguna asignación. Entró y se le acercó a la bibliotecaria que estaba sentada atrás de un mostrador, ajena de quiénes entraban. Era una señora muy seria, escondida detrás de unos espejuelos en pasta: “Tengo que hacer un trabajo sobre literatura para adultos, ¿qué me recomienda?” dijo Carlos, en voz baja. La bibliotecaria lo miró por encima de los espejuelos y sin moverse, le dijo: “¿A qué te refieres? Buscas literatura erótica o estás buscando pornografía. Aquí no encontrarás nada sobre ninguna. Lo que quieras, vas a tener que comprarlo, pero eso no lo venden en todas partes”. Bajó la cabeza, y siguió leyendo. Carlos, no se conformó con su respuesta y le dijo: “¿Por qué no hay información sobre ninguna?” Ella volvió a mirarlo por encima de los espejuelos y le dijo, un poco molesta: “¿Tu madre sabe lo que andas buscando? Dudo mucho que tengas una asignación sobre ese tema porque de eso no se habla en las escuelas”. Miró el nombre del colegio en su camisa y añadió: “Y menos en un colegio de monjas”. Carlos, intentó no parecer avergonzado y le dijo: “Pues, le diré a la maestra”. Quiso averiguar un poco más y le cambió el tema para suavizarla: “¿Qué lee?” La señora, sin levantar la mirada contestó: “Nada erótico, leo a Quiroga, La gallina degollada ¿Algo más?” Ya sin más opciones, se marchó y caminó hasta su casa, aún muy intrigado.

Al próximo día, volvió a acercarse a la monjita. Esperó que se acabaran las clases y la buscó por los pasillos de la escuela. La encontró recogiendo unos papeles dentro de un salón de clases. Se disculpó al entrar y le preguntó si podía hablar con ella. Sor Caridad, aceptó y se sentó en el escritorio. Carlos, comenzó a hablarle, rápidamente: “Usted me dijo que leía literatura para adultos y yo, quiero saber qué es eso. Ayer fui a la biblioteca y la señora que allí trabaja se medio ofendió y me insinuó que era algo malo.” Sor Caridad lo miró sonreída y le dijo: “La mayor parte de las personas se pasan la vida negándose la sexualidad. De hecho, la juzgan como algo malo como si no fuésemos seres sexuales. En todas partes nos hacen sentir mal por tener deseos, por la lujuria y nos han condicionado a no hablar del tema, a no expresar nuestras dudas, curiosidades y mucho menos, las ganas”. Continuó hablando mientras lo miraba a los ojos y Carlos, comenzó a sentir fascinación por la manera tan elocuente y relajada como aquella mujer con hábito de monja se expresaba sobre la sexualidad, sobre esa cosa que no entendía pero que deseaba experimentar.

“Por ser monja no se me permite casarme y parte de mi compromiso con la orden a la que pertenezco es controlar mis instintos carnales, cosa que te confieso aún no domino. Al igual que tú, tengo mucha curiosidad y por eso leo estos cuentos”. Carlos, casi no podía hablar. No sabía ni siquiera, qué preguntarle. Ella permaneció callada y le dijo: “Ven mañana”.

Carlos, caminó hasta su casa esa tarde. Idiotizado por sus palabras, y aún más intrigado. Entró a su habitación, se desnudó y pensó en la voz de la monja. La vio parada frente a él, hablándole bajito mientras le permitía tocarla y lo dejaba metérsele por debajo del hábito y sentir su humedad. Se masturbó pensándola y al final, sintió vergüenza por sus deseos malsanos y por estar queriendo cogerse, precisamente, una monja.

Al próximo día volvió a buscarla como acordaron. La encontró debajo del árbol frondoso. Ella le miró la entrepierna y él, se sintió incómodo pues por inexperiencia, no sabía cómo manejar lo que estaba pasando. Ella pareció notarlo y sin preámbulo, le preguntó: “¿Te masturbaste pensándome?” Sintió vergüenza y bajó la cabeza mas la vergüenza no evitó el endurecimiento. Sor Caridad, permaneció callada, esperando su respuesta: “Sí”, contestó Carlos, en voz baja. Ella continuó: “¿Te gustó pensarme?” Carlos no sabía qué decir y ella sin esperar respuesta, añadió: “Yo también me masturbo”.

Caridad, volvió a mirarlo entre las piernas. Tenía un pantalón color kaki que ya se había humedecido y que marcaba, perfectamente, su erección: “Me gusta saber lo que provoco en ti sin que apenas me hayas tocado. Eso es el erotismo, lo que nos provoca los sentidos. Lo que nos ocurre cuando nuestra mente conecta con el cuerpo sin que ni siquiera te hayan rozado. Por eso leo estas cosas, porque a través de estas historias mi cuerpo se despierta de manera insospechada y puedo conocerlo mejor y saber a conciencia lo que me gustaría que hicieran en cada una de mis partes ¿Me entiendes?”.

Carlos, quería seguir hablando, pero un nudo en la garganta se lo impedía, sentía que salivaba como cuando ves alguna comida que te gusta. Sentía que algo incontrolable lo poseía. Sentía que su corazón se aceleraba y que quería agarrarla y cogérsela, allí debajo del árbol frondoso, allí donde todos los vieran. Ella no dijo más y él, le preguntó si podía seguir viniendo a hablarle. Ella, sonrió y le dijo: “Cuento con eso”.

Esa tarde, cuando llegó a la casa, volvió a masturbarse pensándola. Escuchaba su voz al decirle que ella también se masturbaba y se la imagino tocándose para él. Desde ese día, soñó con ver a cualquier mujer tocándose para él.

Varios días pasaron y la encontró en el patio, una vez más, bajo el árbol. Se le acercó mientras leía y ella, al sentirlo acercarse le dijo que lo había echado de menos. Él, intentaba disimular la urgencia por verla, los nervios y la incontrolable erección. Le, le preguntó sobre qué trataba el cuento que leía. Ella le contó, sonreída. A Carlos, le fascinaba su voz y la manera como hablaba, el detalle en sus palabras y cómo movía las manos. La tenía de frente y podía sentir su cercanía mas no tocarla.

Ese día ella comenzó a decirle que por ser monja no podía tener sexo pero que estaba muy curiosa y aunque sabía que ya le había hablado de esto, decidió repetirlo pues era parte de su conflicto interior. Le dijo que amaba a Dios y estaba comprometida con la iglesia pero que aún no dominaba el asunto de los deseos carnales, como ya le había mencionado. Le confesó que su conflicto emanaba de su curiosidad. Por un lado, tenía ganas de que la tocaran, que la penetraran y por otro, estaba su compromiso y amor a Dios. No tenía claro porqué ambas cosas debían estar separadas si para ella, no entraban en conflicto. Sin embargo, en ocasiones sentía mucha culpa y cuando eso pasaba, se encerraba por meses a orar.

Le contó sobre sus deseos. Le contó lo que pensaba cuando se masturbaba: “Siento que me pasan la lengua por el cuerpo, que la lamen toda, que me muerden, que me gozan”. Le dijo que cuando leía, era cada uno de aquellos personajes que se permitían experimentar el placer sin que confligiera con la moral y el prejuicio.: “A través de un texto, la gente es libre para experimentar el placer, por el gusto de sentirlo sin pensar en el siguiente instante, sin mañana, sin culpa”.

Cada día, Carlos, regresaba por más y sus amigos comenzaron a preguntarle de lo que hablaba con la monjita. Él no quería que nada dañara aquello que le ocurría y que le tenía el cerebro trastocado de lujuria. Sólo les dijo que tenía mucha curiosidad por el tema religioso y que como ella era joven podía explicarle mejor, aquello de ser un siervo de Dios. Ninguno puso en duda su inquietud y desde ese día comenzaron a llamarlo, El padrecito.

Sor Caridad se convirtió en la fuente de sus fantasías. Suplía con sus palabras de las historias que su mente necesitaba para experimentar orgasmos maravillosos. Aunque no poder tocarla ni acercársele comenzaba a convertirse en una obsesión. La veía en todas partes y aún, cuando intentaba ponerle otras caras a sus fantasías, siempre terminaba metido debajo del hábito de aquella monja seductora que lo excitaba tanto.

Volvió a encontrarla en el patio y ella le miró la entrepierna, como de costumbre. Comenzó a hablarle sin parar, como si no tuviese más tiempo:

Me gusta saber que mis relatos te provocan. Me gusta saber que te pones tan enfermo que apenas puedes hablar. Me gusta tocarme pensándote. Sentir que eres tú, quien estás ahí.

Hoy voy a hablarte de cosas que le harás a las mujeres cuando crezcas y que les va a encantar. Hazles sexo oral con ganas. Cómetelas como si fuesen un nectarín. Quédate ahí jugando y dales placer, porque si aprendes a darles placer tendrás a las mujeres más dispuestas para complacerte.

Me masturbo pensándote, Carlos, todas las noches y no sé si las otras monjas también lo hacen porque no hablamos de esto. Hoy quiero contestar todas las preguntas que me has hecho.

Hoy quiero hablarte de las ganas que tengo de que seas tú, quien me des placer.

Me has comido muchas veces en mis fantasías. Te siento entrar en mi cama y meterte entre mis sábanas, sólo para comerme y exploto en tu boca porque gozas hacerlo y luego te vas porque sabes que no puedes cogerme.

Ves, otra vez estás mojado, Carlitos. Otra vez estás a punto de venirte aquí, enfrente de todos.

Ahora vete, se hace tarde.

Al próximo Sor Caridad desapareció del colegio y nunca más supo de ella. Le contaron que la habían llevado a otra escuela. Nunca más la vio ni volvió a mencionarla, pero su recuerdo permaneció vivo por muchos años.

Fue su mejor amante sin apenas rozarlo y desde entonces, y en su honor, siempre le pide a sus mujeres que se toquen frente a él…





Mara

martes, 14 de noviembre de 2017

Para que no me olvides...

Cuando adoptó al niñito, juró que dedicaría su vida a cuidarlo.  Lo protegería por encima de cualquier circunstancia.  Cumpliendo así, la promesa que se hizo cuando aún era adolescente: adoptaría un niño y le daría todo el amor que la vida le estaba negando en ese momento.  Para aquellos tiempos en que la vida la tocó de cerca, por primera vez.

Leticia, fue maestra desde muy joven, pero dejó de trabajar tras la muerte de sus padres.  Heredó lo suficiente como para poder vivir una vida cómoda sin necesidad de afanarse y cumplir así, con el juramento que hizo de cuidar al muchachito a tiempo completo.  Todos los eventos en la vida de Leticia se desencadenaban cual si hubiesen estado planificados de antemano, y quizá lo estaban.  La muerte de sus padres, ocurrió algunos meses después que adoptó a Georgie. Murieron súbitamente en un accidente automovilístico y nunca se supo qué fue lo que, verdaderamente, ocurrió.  Fueron tiempos muy difíciles para ella, mas su foco era el bienestar del niñito.  Poco tiempo después se retiró del magisterio y pudo, al fin, atender como quería al hijo recién llegado.

Adoptó a Georgie cuando ya tenía tres años. A los seis meses de nacido fue removido de su hogar, pues sus padres eran drogadictos y tenían un patrón de violencia que ya había sido denunciado. Lo enviaron a un hogar sustituto donde permaneció hasta que el Estado decidió ponerlo en adopción, cuando quedó, verdaderamente, huérfano.  Georgie, no tenía ningún familiar que se encargara de él por lo que el proceso de adopción fue sencillo y sin graves contratiempos.

Los padres de Leticia no estuvieron de acuerdo con su decisión de adoptar, pero se encariñaron con el niño tan pronto lo trajeron a la casa. Una pena que no pudieron disfrutar de su presencia por mucho tiempo.

La maternidad fue el motor que hizo su vida moverse, que tuviese sentido. Se desvivió cuidando al niño y el tiempo que tenía disponible lo dedicaba a atender su casa, el jardín y de vez en cuando, recibir visitas efímeras de algunas personas que venían a reparar alguna cosa del hogar.  Nunca la visitaban amigas, amigos ni familiares.

Aquellos dos seres vivían en aislamiento y el niño sólo salía para ir a la escuela.  Leticia, sólo salía cuando era estrictamente necesario y en ocasiones, para acompañar a Georgie, por caminar junto a él.  Llevaba una vida sencilla, recatada y bastante privada.  Nadie tenía nada que comentar sobre ella, aunque decían que era muy extraña. 

Iba al correo el último martes de cada mes, buscaba la correspondencia y regresaba a la casa. Precisamente, ese martes, cuando salía del correo, se tropezó con Juaco, su primer y único novio, el noviecito de la escuela superior.  Se sorprendió al verle y hasta se puso un poco nerviosa y con razón.  Juaco, había desaparecido del pueblo tan pronto se habían graduado y su recuerdo sobre él, no era muy agradable.  Sin embargo, no tuvo más remedio que saludarlo, había pasado mucho tiempo y debía haber olvidado, mas no lo suficiente como para perdonarlo.

Mientras hablaban, recordó detalladamente su historia junto a él.  Recordó su dolor, la tristeza y la ira que sintió durante años. Él, le arruinó la vida, pero se quedó callada.  Una vez más, hablar no era necesario.  Se le retorcieron las entrañas.  Se dio cuenta que aquella pesadilla permanecía intacta en su conciencia y se llenó de más coraje, pero una sensación extraña le atravesó por el cuerpo. Quizás un poco de lujuria, un poco de morbo.

Con Juaco perdió la virginidad, con Juaco hizo travesuras que, si sus padres se hubiesen enterado, jamás les habrían permitido salir de la casa y menos juntarse.  Con Juaco, se arrebataba y tuvo los mejores orgasmos. De Juaco, se enamoró, perdidamente, como se enamoran los adolescentes, sin miedo.  Eran intensos, inmaduros, descuidados y apasionados y Leticia, en toda aquella marejada amorosa, quedó embarazada.

El embarazo de Leticia causó conmoción entre ellos y en su inconciencia, le dijo que él no tenía pruebas de que ese niño fuese de él, aunque no tenía razón para dudar de ella.  Le dijo que no debía parirlo porque eran muy jóvenes para tener un muchachito. Juaco, no asumió responsabilidad alguna y desde aquel momento en adelante, se le escondió y la trató con desprecio. Se comportó como un cobarde.

Leticia lloró mucho.  Se sentía desprotegida, abandonada.  Desesperada, no sabía con quién hablar. Imaginaba el dolor que le causaría a sus padres y la vergüenza.  Se atormentaba pensando en ellos, jamás la perdonarían.  No la habían educado como una princesa para que viniese con eso, para que fuese madre soltera, para que se arruinara la vida.  Habían confiado plenamente en su juicio y ella los decepcionaba con una barriga.  No dormía, no comía, no sabía qué hacer.  Los amaba y a la vez los odiaba porque era su culpa la decisión que tomara.  A esa edad la culpa es de otros.

Al final, decidió hablar con su mejor amiga, Lupe.  Juntas acordaron que la única salida era abortar la criatura y guardar el secreto eternamente, como si nunca hubiese ocurrido. Así fue, nunca más volvieron a hablar del tema.  Lupe y Leticia, fueron a alguna clínica en la Capital, donde practicaban abortos.  Viajaron por horas en transportación pública hasta llegar al lugar donde terminaría el suplicio de Leticia.  Allí, una mañana de miércoles, se dio por terminado el embarazo no deseado y allí, también quedó la historia.  Desde ese día en adelante, sólo Leticia, cargaría el desenlace en sus espaldas, como una penitencia. 

Juaco, se dio cuenta con el tiempo que el embarazo había terminado, pero nunca preguntó.  No volvió a buscarla, no se explicó y menos se disculpó.  Por el contrario, desapareció tan pronto salió de la escuela.  Escapó como un fugitivo. 

Leticia, nunca preguntó por él, a sus familiares ni amigos.  Tampoco la gente del barrio lo echó de menos. Parecía que se lo había tragado la tierra.

Por esa historia Leticia se empecinó con adoptar un niño.  Perseguida por los prejuicios de sus padres, por lo que escuchaba los domingos en la misa y por la culpa que la enloquecía. 

Nunca volvió a tener novio.  Nunca se le conoció pareja.  Sin embargo, en ocasiones, tenía amoríos, a escondidas y en secreto, con hombres sin rostro y sin historia, con hombres que no tenían ninguna posibilidad con ella.  Con los que cambiaban lámparas, destapaban fregaderos, desyerbaban el patio o algún quehacer inventado, alguna excusa. 

El tiempo la volvió fría y calculadora.  Nadie la conocía, verdaderamente, sólo veían la fachada, lo que les mostraba.

Aquella mañana de martes, Juaco, la saludó con alegría y emoción, como si hubiese olvidado toda la historia entre ellos. Ya eran mayores, aunque no viejos.  Habló sin parar y con descuido.  Le contó que se había pasado la vida trabajando, que había sido marino mercante, que había viajado por el mundo y que recién se había retirado.  Le dijo que había decidido regresar a vivir en casa de los padres, que habían muerto hacía poco tiempo y que compartía la misma con una hermana viuda.  No le dijo si estaba casado, si tenía hijos o nietos y ella, tampoco preguntó. 

Curiosamente, a pesar de todas las emociones encontradas de Leticia, mientras hablaba con él, no dudó en darle su número de teléfono tan pronto lo solicitó. Sonrió tímidamente y se lo escribió en un pedazo de papel que arrancó de algún sobre, de la correspondencia.

Cuando se despidieron, Leticia, pensó en que la vida es como la tierra, redonda y siempre da vueltas en círculos y nos tropezamos con las historias inconclusas para que podamos ponerle punto final, para que revisemos las lecciones o para que cambiemos el curso de las mismas, para bien o para mal.  Se le erizaron los pelos al pensar en él, le dio coraje, tristeza y, también, también le dio bellaquera.  Recordó el tormento en su adolescencia, la ansiedad y el miedo, el desamparo y el desprecio, pero igual se preguntó, cómo sería si se volviesen a estar juntos, si volviesen a tocarse, a sentirse.

Juaco se llevó el papelito con el número de teléfono, cual trofeo.  Sonrió de medio lado y dijo en voz alta: “Esto está del otro lado.”  Desde ese momento, comenzó a maquinar, lo que haría para reencontrarse con Leti.  Su mente voló a donde vuelan las mentes cuando se nos provoca el cuerpo.

Comenzó a llamarla, diariamente.  Le contaba sus historias y la entretuvo por algunas semanas.  Leticia pensaba en él todo el tiempo, su mente fraguaba una historia.  Sabía por dónde llevaría la conversación.  Un día, le comentó que había comprado unas lámparas y que no había conseguido quién se las instalara.  Juaco, se ofreció sin titubear. Acordaron que vendría el próximo día, durante la mañana, después que el nene se fuera a la escuela.

Leticia, despertó temprano y sintió, ese cosquilleo malicioso que da la anticipación, cuando sin buscarlo la lujuria se te atraviesa por el ser. Sabía que este era el principio de algo con lo que había soñado por demasiado tiempo.  Se le estaba cumpliendo un deseo y lo llevaría hasta el final.  Se dio un baño largo, se puso ropa bonita pero no evidente y esperó a que Juaco llegara.

Aquellos dos seres sabían en lo que se estaban metiendo, pero él no tenía idea de la profundidad del asunto.  Las experiencias de la vida, en ocasiones, hacen que la gente piense que conoce de ante mano el proceder de los otros, pero la exagerada confianza en nosotros mismos casi nunca es un buen aliado.  El ego nos nubla el entendimiento y no nos deja ver con claridad.

Juaco se retrasó un poco, sabía que el retraso le pondría algo de tensión a la cosa. A Leticia, la espera le dio ansiedad pues sabía que lo de las lámparas era una excusa, ambos lo sabían. Se dio un trago de ron para bajar la urgencia, aunque era muy temprano y se volvió a lavar la boca.

Tocó la puerta y ahora fue ella, la que se hizo esperar. Ese hacerse esperar es parte del juego de la seducción.  Momentos donde el corazón se acelera y no es precisamente, por amor.

Cuando, Leticia, abrió la puerta, sintió un calentón por el cuerpo y pensó que era uno de esos calentones menopáusicos que padecía para aquellos días.  Sin embargo, no se la calentaba el cuello y sí, la entrepierna. Lo dejó pasar, sonreída, con delicadeza y alegría, disimulando todo aquello que se le revolvía por dentro.  Comenzó a hablarle de las lámparas y a mostrarle dónde quería que las instalara.  Juaco, permaneció callado, la observaba con detenimiento y le excitó verla sobresaltada.  Le pidió agua y le comentó algo sobre su ropa, sin esforzarse mucho: “Te queda bien ese color.”

Leticia no supo cuánto tiempo pasó desde que Juaco llegó hasta que se dio cuenta de que estaba montada sobre tope de la cocina, con el noviecito de escuela superior metido entre las piernas y besuqueándose, como si aún fuesen adolescentes, como si el tiempo no hubiese pasado.

Hacía tiempo que nadie venía hasta allí para resolverle.  Añoraba que le tocaran el cuerpo sin recato.  Leticia y Juaco, se entregaron a una aventura que resultó ser más excitante de lo que ambos imaginaron. Esa mañana, se cogieron sin pedirse permiso, con bellaquera, con morbo.  Leticia lo envolvió en su lujuria contenida, en su silencio, en sus pensamientos, en su telaraña.

Lo despidió en la puerta antes de que llegara Georgie.  Había desenfado en su mirada, indiferencia y distancia.  Prometió llamarlo otro día para que terminara lo que había empezado, sonrió, le guiñó un ojo y cerró la puerta.

Para Juaco, su reacción fue inesperada. Sin embargo, se fue sabiendo que después de un buen polvo, repetir es inevitable.  “Pobre de aquél que no sabe que a las mujeres hay que cogérselas bien para que quieran volver. Porque si no tienes na’ que ofrecerle y no te quieres casar, al menos si te las coges rico y las complaces, te garantizas que quieran repetir.  Las que se quedan con un macho que no sirve en la cama, se quedan por amor y cuando salen de ahí siempre buscan un buen amante y para eso, nací yo.” Pensó en voz alta, sintiéndose dueño del barrio.

Leticia, no contestó el teléfono por varias semanas.  Espero, quería que supiera, que era ella quien decidía el cuándo de aquellos encuentros.  Lo llamó temprano, un lunes.  Le habló relajada, alegre, serena, como si nada; en control.  Juaco, no estaba acostumbrado a eso, no estaba acostumbrado a que fuese una mujer la que llevase el ritmo.  Le habían cambiado el juego, pero aún no olvidaba lo que había ocurrido aquel viernes.  Había pasado tiempo suficiente como para que deseara cogérsela nuevamente y no perdía nada dejando que fuera ella la que llevase el ritmo. Acordaron verse el próximo día, tempranito.


Tenía urgencia y por eso llegó aún más temprano. Encontró la puerta entreabierta, tocó varias veces antes de entrar. La llamó por teléfono desde el recibidor, pero salió la contestadora. Entró hasta la sala y volvió a llamarla: “Leti, Leticia…” Nadie contestó, mas la curiosidad lo llevó a que siguiera avanzando, se excitó de sólo pensar con lo que se encontraría, se tocó sobre el pantalón y lo sintió firme, listo para ella. Sintió que se le aceleraba el corazón y volvió a llamarla: “¡Leticia!”

Al fin escuchó su voz: “Estoy en mi cuarto.” Juaco, caminó hasta la habitación y allí, también, la puerta estaba entreabierta. Al entrar, se la encontró de espaldas, parada frente a una ventana por donde entraba la luz mañanera. Tan sólo podía ver su silueta desnuda y su cabello entrenzado. "No te acerques, sólo mírame desde donde estás, dime lo que ves y describe con palabras, lo que quisieras hacerme” le dijo suavemente, sin inmutarse.

Sintió que se le aceleraba el corazón aún más. La miraba y escuchaba la seducción en sus palabras. Volvió a tocarse por encima del pantalón y sentía que se reventaba. Ella le pidió que se sentara en la butaca y que no dejara de mirarla. Él, obedeció sin ripostar. Quería ver hasta dónde era capaz de llegar aquella mujer y su fantasía. Después que se sentó, ella le pidió que se desabotonara el pantalón y comenzara a tocarse, mientras describía lo que veía y lo que le provocaba de ella.

Juaco, comenzó a describirle lo que le hacía en su mente: “Desde ahí donde estás me acerco a ti y sin tocarte te beso los hombros y el cuello. Te huelo, me pego a ti para que me sientas. Te abro las piernas sin moverte. Me arrodillo detrás de ti y te toco las nalgas y la espalda. Te meto las manos por la entrepierna y dejas que toque tu humedad. Te retuerces y me pides que te coma y…”

“¡Cállate! Ahora, desnúdate para mí” dijo ella, con voz firme.

Juaco, apenas podía desnudarse y menos seguir tocándose. Sentía que no le daría tiempo. La bellaquera y el morbo, superaban cualquier expectativa.

“Avísame cuando estés listo.”

Juaco, se sentía expuesto ante toda aquella excitación. El placer nos vuelve vulnerables.

La seguridad y firmeza de Leticia lo tenían enloquecido y a la vez, lo atemorizaban un poco, mas no lo suficiente como para que quisiera parar. Ella lo estaba dominando, y deseó que se le acercara y que no esperara más.

Ella se volteó con naturalidad y así, desnuda y sin vergüenza, caminó hacia él. Lo miró, se le acercó y le besó los labios, le comió la boca con ganas, le murmuró cosas que él no entendió pero que le erizaron los pelos.

Eran sus movimientos, sus gemidos, su seguridad y las ganas en su expresión. Quería comérsela e intentó tocarla y agarrarla, mas ella no lo dejó. Le empujó los brazos hacia atrás y se montó sobre y él. Se penetró y él, fue el objeto. Se retorció de placer. Lo sintió rico dentro de ella, abrió las piernas un poco más y volvió a besarlo con lujuria y pasión.

Suavemente, se le salió de encima y se arrodilló entre sus piernas. Lo miró con lujuria, le sonrió con complicidad, con malicia y en silencio. Lo acarició, le pasó la lengua suave, tibia y húmeda. Lo tocó con deseo.

Juaco, no paraba de mirarla, estaba idiotizado, a punto de reventar, de estallar en arqueadas orgásmicas y placenteras y fue en ese momento, cuando más vulnerable estuvo que Leticia sin aspaviento, se lo cortó de raíz: sin compasión, sin emoción, sin pena, sin culpa, pero sobre todo, sin amor...


Mara 

jueves, 9 de noviembre de 2017

Serendipia...

Dejó la puerta entreabierta para que lo viera mientras se bañaba, quería seducirla. Como si ella no hubiese llegado allí embriaga por las ganas que se le acumulaban con los días.

Estaba un poco tímida, fuera de forma en asuntos sexuales. Intentó distraerse mirando por la ventana y sonrió durante la espera, evitando imaginar nada y menos pensar. Ricardo, no tardó en regresar. Se le paró al lado, muy cerca. Tan cerca que podía sentir la humedad de su piel aún sin tocarlo. Así, recién bañado, con olor a limpio, con la piel aún húmeda y el pelo mojado, descamisado y con una toalla en la cintura. Volvió a besarla y ella volvió a calentarse por dentro, porque bastaba mirarlo para que su cuerpo reaccionara a aquella energía.

Rocío no sabía si aquel erotismo era compartido o si era sólo ella quien lo experimentaba. Había estado demasiado tiempo perdida en el camino y sin saberlo. Había perdido contacto con su mundo interior y sus emociones. Se había desconectado de todos para proteger la historia que había creado en su mente y que justificaba, para permanecer fuera de rumbo.

El cuerpo de Ricardo se le acercaba como imantado, como si estuviese atraído por una fuerza mayor. Era inevitable que se tocaran, que se rozaran y se besaran con urgencia, con hambre. Ahí estaba la respuesta a su duda, en esa urgencia, en ese descontrol, esa era la fuerza que los juntaba. A lo mejor, por eso se encontraban, una y otra vez, por aquella reacción en el otro que les provocaba lujuria.

Parece que son las ganas, el deseo, la lujuria y el morbo lo que nos mueve desde un punto hasta otro, lo que nos estimula y lo que nos lleva a hacer cosas que de otra forma no haríamos. Para Ricardo y Rocío, fueron esas ganas las que determinaron la trayectoria de sus encuentros. Tenían deseo de sentirse, de dar y recibir placer, de intercambiar caricias y más placer. Lo que ocurría entre ellos era básico, primitivo, instintivo, carnal. Dejaban que fuesen sus cuerpos los que se expresaran, sin pudor. Sus cuerpos eran libres para manifestarse. Libres para hacer lo que les provocaba, lo que los despertaba, sin temor de lo que el otro pensara, sin freno ni vergüenza.

Después de vestirse, Ricardo, regresó a la misma ventana donde había dejado a Rocío. Se vistió para prolongar el encuentro y desde aquel momento, continuaron besándose en cada esquina de la casa: en la cocina, en el baño, dondequiera que se detuvieron.

Hablaron poco, rieron más y volvieron a seducirse, a provocarse, una y otra vez. En cada mirada había una sonrisa y tras cada sonrisa la cercanía y de nuevo, aquel beso que despertaba todo aquello que no habían podido expresar anteriormente, por andar perdidos, viviendo vidas carentes de amor. La respiración se les aceleraba mientras se comían las bocas. Sus cuerpos se movían sutil, suavemente, mientras se acariciaban las caras y se tocaban los labios.

Él, queriendo sentirla le agarraba las nalgas, con sus manos enormes, le tocaba la espalda y la acercaba hacia él. Ella, se pegaba más, y se restregaba sobre él. Movía sus caderas y lo tocaba por encima del pantalón y se excitaba aún más, sabiendo que lo tenía para ella. Quería que la desnudara, que la siguiera besando, que se la comiera toda. Quería sentir su lengua, que le lamiera el cuerpo, que la babeara, que la provocara tanto que ella le suplicara que se la cogiera.

La habitación estaba oscura y él, no prendió la luz. Ella entró a tientas y sonrió un poco al pensar en lo que pasaría. Se quitó el vestido y se acostó. Estaba todo en penumbras, estaba excitada y en la espera de sentirlo. No lo veía. Él se le fue acercando con cuidado y en silencio. Sin decir nada, le tocó las piernas, le lamió los muslos, la barriga, los senos y le comió la boca. Rocío, sentía que su cuerpo se contoneaba y no había forma de detener aquella oleada placentera que le habitaba el ser. Las manos de Ricardo la tocaban suave pero firmemente. Una vez más, su mano bajó por el cuello, los senos, por la barriga, por la entrepierna y ella, lo recibió: empapada, lista, expuesta.

Se comieron con gusto, se cogieron con ganas, con lujuria y sin pudor. Entre cosquillas y orgasmos retozaron por largo rato con la misma pasión; en aquel desenfreno de bocas, de sudor y de lenguas, de saliva, de besos, cosquilleo y lujuria.

Descansaron un rato y volvieron a empezar, pero esta vez fue Rocío quien se dedicó a darle placer. Lo besó tiernamente, lo tocó con delicadeza y bajó por su pecho, por su barriga y hasta su entrepierna. Desde allí, se ocupó de darle gusto, de darle placer, con las mismas ganas que él lo hizo antes. Él, balbuceó alguna cosa antes de rendirse a su magia y al final, la miró con asombro, con gusto y le dijo: “No te olvides que la próxima vez, comenzamos por aquí…


Mara

Desenredándome...



Se le acercó sin miedo, con su rostro sonreído, con los ojos brillosos y achinados. Ella entendió lo que él quería y también se acercó. Se besaron con facilidad, sin torpeza, con hambre, con las ganas de todos los años que pasaron sin juntarse. Sus cuerpos se conocían, sus bocas se recordaron.

Dos seres separados por la vida que el destino se empeñaba en volver a juntar sin que ni siquiera ellos supieran por qué o para qué. Aunque eso no importó en aquel instante.
Se miraron sin separarse mucho y volvieron a besarse, con ganas. Sintió la suavidad de su boca, de su lengua, la humedad, el sabor a fresa.

Sintió la lujuria en todas partes de aquel pequeño espacio: los besos, la respiración acelerada, su cuerpo erotizado, la suavidad de su piel y su erección, a través de la ropa.

Le agarró la cara, le mordió los labios y se erotizó aún más. Se besaban sin equivocarse, sin tropezarse, en una danza de labios y lenguas suaves, mordiscos sutiles: manos, bocas, lengua, saliva, humedad, lujuria, ganas.

A través del beso conocemos las virtudes amatorias de quien nos besa y detectamos sutilmente lo que encontraremos a través de ese camino erótico que acabamos de emprender y que con suerte nos llevará hasta un orgasmo. Es el beso el comienzo y a su vez el desenlace.

Se le había encendido el cuerpo. Sentía el calor que generaba, las palpitaciones, la cercanía del otro y la humedad en su entrepierna, que unida con la urgencia de las manos de aquel hombre hermoso, anticipaban lo que allí ocurriría.

No dejaban de hablarse mientras su bocas se comían: "Tú estás riquísima" le susurró, mientras la tocaba y la miraba. Ella sonreía, disfrutándose aquel momento pues era uno de esos instantes irrepetibles en el tiempo. Sabía lo que él buscaba, sabía lo que él quería mas lo dejó seducirla. Dejó que le provocara el cuerpo como le gustaba, porque merecía aquellas caricias y la lujuria y el erotismo y los besos. Porque todos merecemos que nos regalen la oportunidad de viajar hacia lo más profundo de nuestra siquis y explorar el erotismo en su máxima expresión, sin temor a ser juzgados y sin vergüenza. Allí donde se despierta el instinto y se nos prende el alma.

Se separó, le dijo que debía marcharse y él, le pidió que se quedara. Volvió a besarla, a tocarla: "No va a pasar nada, ya nos conocemos, ya hemos estado aquí antes. Déjame cogerte."

Ella se levantó y lo tomó de la mano. Lo llevó hasta el baño, lo desnudó, lo besó con las mismas ganas, se separó de él y le dijo: "La próxima vez, comenzamos por aquí." Le sonrió y se marchó.

Despertó empapada en sudor y con la entrepierna húmeda, pensó en la noche anterior y volvió a dormirse...

Mara

miércoles, 7 de junio de 2017

La rutina...



Llegó a la estación del tren como todas las mañanas en los últimos 15 años.  Ataviada con el mismo conjunto de ropa, en poliéster azul marino.  Aquel conjunto de pantalón y chaqueta que odiaba con locura y que le recordaba la monotonía en su vida, la rutina y el aburrimiento, los niños, el marido ausente en su presencia…en fin, la vida misma.
Llegar allí, a la estación del tren, le permitía transformar temporeramente su realidad.  Mientras esperaba, se distraía observando, se divertía inventándose historias.  Disfrutaba mirar a las personas, pues mientras las observaba, recreaba su cotidianidad, su aburrimiento, su hastío.
            En aquel espacio, donde todo se repetía hasta el infinito, coincidía con diversos seres y eso era magia en su cabeza. Todo se repetía, excepto algunas caras.  Se divertía pensando que detrás de cada nuevo rostro se encontraba alguna historia que crear.
Inventaba historias sobre sus vidas, sobre quiénes eran, sobre sus experiencias, sus secretos, su oscuridad.  Casi siempre se tropezaba con alguna cara familiar aunque no conocía a nadie, nunca hablaba con nadie.  Sabía que hablar con alguien representaba romper el encantamiento, romper con los momentos mágicos que recreaba en su cabeza y que de alguna manera eran los únicos momentos en que rompía con lo rutinario.
Una de esas mañanas repetitivas, cuando ya estaba sentada dentro del vagón, con su conjunto de poliéster azul marino y su cabello atrapado en una cola de caballo que le apretaba la sien,  se sentó frente a ella un ser desconocido. Contrario a otras ocasiones, este ser llamó su atención por su evidente atractivo físico.
Lo miró con sorpresa y con gusto.  Era algo así como un príncipe azul, salido de algún cuento de hadas.  Tenía la  piel blanca-blanca, el pelo oscuro, ondulado y largo; recogido por una diadema.  En su rostro unos ojos oscuros y achinados, escondidos tras unos espejuelos redondos y  pequeños, sostenidos sobre una nariz larga mas no perfilada que hacía juego con una boca carnosa y rosada: “Lindo-lindo" pensó, y sonrió con malicia. Siempre sonreía maliciosamente cuando algún pensamiento morboso le cruzaba por la mente y  le provocaba el cuerpo.  Se sorprendió aún más al darse cuenta que se le habían erizado los vellos y acelerado el pulso.
Se dio cuenta de que hacía tiempo nada le erotizaba el cuerpo. Volvió en sí y miró hacia otro lado.  Una vez más, como casi todos los días, pensó en su vida y en su cotidianidad, en la rutina, en el tedio.  Absorta en sus pensamientos; allí donde creaba sueños y se confrontaba con las decisiones tomadas.  Recordó su vida y aquellos días cuando aún era, verdaderamente libre. Sintió nostalgia, tristeza y también soberbia.
Intentó salir de aquel lugar oscuro donde no le gustaba entrar y también intentó no volver a mirar aquel ser que la había distraído, aquel hombre que sin saber la había llevado a cuestionarse la vida que había escogido; vacía de emoción y aventura.  Miró a su alrededor y no se le ocurrió ninguna historia, se sentía seducida por aquella piel blanca-blanca y aquellos ojos achinados.
Volvió a mirarlo. Lo observó en detalle: su ropa, su mochila, sus sandalias y aquella boca carnosa.  Mientras lo observaba, él levanto su mirada,  por encima de sus espejuelos redondos.  La miró con curiosidad, y sin mucho esfuerzo regresó a su libreta de apuntes.  Ella, sin embargo, intentó parecer normal y así obviar el efecto que le causaba aquel hombre sin edad.  Cerró los ojos, respiró profundo e intentó relajarse.
De repente, como en un desdoblamiento, se puso de pie y se le paró en frente, lo miró a los ojos y se acercó un poco más. Tenía un vestidito corto color turquesa.  Él, la miró curiosamente, con sorpresa, mas no se movió.  La dejó acercarse un poco más.  La miró a los ojos fijamente; como hipnotizado, idiotizado y ella se siguió acercando, hasta inclinarse sobre él.  Sonreía mientras lo miraba fijamente, relajada, segura.  Sabía que él no la rechazaría.  Ningún hombre es capaz de rechazar una mujer a la que le permite acercarse tanto.
Sintió cómo la respiración se le aceleraba, y también vio cómo los ojos de aquel ser se achinaban un poco más, en espera ansiosa.  Le acercó los labios y sintió el calor de su aliento.  Lo besó en la boca, lentamente, y él le correspondió.  Le mordió los labios y le pegó el cuerpo.  Sin pensarlo mucho se acomodó sobre él, abrió las piernas y se le sentó encima. Allí, en público, frente a todos, en aquel vagón frío.
Él, la dejó tener el control, la separó un poco, le miró la cara y le vio la urgencia. Volvió a besarla, despreocupado, como si estuviesen solos.  Le agarró los muslos, le apretó las nalgas, le tocó la espalda, le soltó el cabello y la besó con ganas, como si la conociera, como si se hubiesen reencontrado después de mucho buscarse.  Se besaron con lujuria, con la lujuria que deja el
tiempo cuando no lo complaces.
Mientras aquel vagón se desplazaba de una estación a otra, ella sentía su cuerpo, sentía cada célula de su ser despierta, alerta, erotizada.  Sentía cada roce, la respiración, las palpitaciones y también, sintió un calentón húmedo entre las piernas, ese calentón rico que te dice que estás lista.  Sintió el roce masculino; levantado, despierto.  Se
movió sobre él queriendo sentirlo aún más y mientras intentaba acercársele abriendo un poco más las piernas, escuchó un lejano susurro. Intentó ignorarlo y continuar metida en aquél erotismo desbocado, entre saliva y humedad,  pero el susurro se volvió pregunta: "Señora, ¿aquí es dónde usted se baja?"
Súbitamente, fue sacada de su ensueño.  Abrió los ojos, miró a cada lado y aún estaba sentada en el mismo lugar, en el mismo vagón, con el mismo conjunto en poliéster azul marino, igual que cualquier otro día de su vida.  Suspiró y sintió tristeza, también un profundo enojo y frustración.
Volvió en sí, se recompuso un poco, se arregló disimuladamente la ropa y el cabello. Se puso de pie, agarró su cartera y miró por última vez, aquel príncipe encantado que, por un instante, le sedujo el cuerpo y la hizo sentir viva. 
Caminó torpemente hacia la salida, maldijo entre dientes la rutina y  maldijo que el tren se hubiese detenido.  Antes de salir cerró los ojos y un suspiro entrecortado,  de esos llenos de dolor y sentimiento, la estremeció por dentro.  Se acomodó la cartera, levantó la cabeza y salió de allí…

Mara