La vida es un cuento lleno de relatos breves que conforman la gran novela que escribimos día a día. Susana se había enamorado de un sacerdote cuando apenas era adolescente. Tenía quince años y era la penúltima de cinco hermanos en un familia de clase media-pobre en algún lugar del Planeta. Su familia era extremadamente tradicional y Susana extremadamente adolescente, aunque madura y maliciosa. Era muy lista, segura, hormonal y llena de energía y vitalidad.
Vio por primera vez a Padre José un domingo que fue a misa. Había escuchado que al pueblo había llegado otro sacerdote pero nadie se lo había descrito. El Padre Miguel, el sacerdote anterior, estaba muy viejo y enfermo y se lo habían llevado para su país. Ese domingo, Susana fue a la iglesia no por curiosidad y menos por devoción. Fue porque de otra forma no podría salir de la casa el domingo en la tarde. Quedó deslumbrada ante la belleza de aquel hombre, sintió cosquillas por el cuerpo. Se incomodó un poco por su pensamiento, pues sabía que, no debía sentirse atraída por el hombre que ofrecía la misa, en la pequeña iglesia de su pequeño pueblo. Sabía que debía ser pecado su pensamiento y que su madre infartaría si se enterara.
Vio por primera vez a Padre José un domingo que fue a misa. Había escuchado que al pueblo había llegado otro sacerdote pero nadie se lo había descrito. El Padre Miguel, el sacerdote anterior, estaba muy viejo y enfermo y se lo habían llevado para su país. Ese domingo, Susana fue a la iglesia no por curiosidad y menos por devoción. Fue porque de otra forma no podría salir de la casa el domingo en la tarde. Quedó deslumbrada ante la belleza de aquel hombre, sintió cosquillas por el cuerpo. Se incomodó un poco por su pensamiento, pues sabía que, no debía sentirse atraída por el hombre que ofrecía la misa, en la pequeña iglesia de su pequeño pueblo. Sabía que debía ser pecado su pensamiento y que su madre infartaría si se enterara.
Todo fue súbito, la lujuria se apoderó de ella instantáneamente y aunque luchó en su contra y aunque intentó racionalizarla, fue más fuerte que ella y la dominó. El deseo, las hormonas, las cosquillas, las ganas de acercársele y la manera como comenzó a imaginárselo, llevaron su cabeza hasta otra dimensión: "¡Basta, deja de pensar Susana, estás en misa chica, espera a llegar a casa!..." rió en silencio tras su morbosa reprimenda, mientras sus pensamientos se intensificaban por momentos y hasta la hacían sonrojarse.
Desde ese día, ese deseo, esa lujuria contenida, fueron el motivo principal de su repentina devoción religiosa. Comenzó a ir a misa todos los días, se sentaba en los bancos de en frente, repetía el ritual al pie de la letra; decía el credo, se arrodillaba, cerraba los ojos, cantaba y hasta participaba en ciertas lecturas. Quería que el Padrecito (como comenzó a llamarle) notara su presencia, que la viera. Sanita, buscaba todas las excusas posibles y otras un tanto ridículas y exageradas, para estar cerca del Padrecito. Estaba obsesionada con todo lo que pasaba allá arriba, donde se ofrecía la misa, allá detrás, donde se ponía la sotana.
Al principio quería ser monaguillo pero le explicaron que sólo eran monaguillos los varones: "¡Claro!, con razón cuentan que a muchos les gustan los niños y que otros son homosexuales. Eso es por culpa de que sólo pueden entrar en contacto directo con otros varones..." pensó. Su pensamiento fue aún más lejos, analizó el ritual, la misa. Se dio cuenta de que las partes más relevantes de este ritual lo ofrece el sacerdote pero siempre es asistido por niñitos y luego por los diáconos, todos varones. "¡Qué horror! Pobrecito el Padrecito, tengo que ayudarlo para que no entre en pecado, parece que nadie se ha dado cuenta de esto, tengo que ayudarlo." Se sintió iluminada por dicho pensamiento, pensó que había tenido una epifanía.
Comprendió que ser mujer era un obstáculo para estar cerca. De manera que, habló con la directora del coro, Doña Clara, para que le hiciera una audición y así, formar parte del mismo. Además, le pidió a su madre que le hiciera un vestido particular, quería hacer una promesa, un sacrificio al Divino niño Jesús. Su madre le cosió un vestido en tela de saco, completamente tapado, debajo de las rodillas, se amarraba a la cintura con un cinto en hilo de lana color rojo, cuyos extremos eran dos bolas mullidas. En las tardes, se encerraba en el baño y mientras pensaba en Padre José, usaba las bolas mullidas para hacerse cosquillas.
Doña Carmen no salía de su asombro pero no comentaba nada, no fuera a romperse el súbito encantamiento de su hija y su devoción por la iglesia. No sabía cómo había pasado, pero de repente, Susana, la más rebelde y malcriada de sus hijos, estaba transformada, debía ser un milagro: "Papa Dios ha escuchado mis súplicas y ha obrado un milagro en Sanita, la bañó con su amor y su gloria, gracias Padre". Ese mismo día se cosió un vestido, también en tela de saco, en señal de agradecimiento por la transformación de su hija.
Desde que era muy pequeña, los padres de Sanita (como le decían en la casa) comenzaron a preocuparse por su conducta. Sus hormonas habían despertado desde mucho antes de lo esperado y ya desde los nueve años, su padre Hilario había tenido que dar a respetar la dignidad de la penúltima de sus hijas. La habían sorprendido besándose con el muchacho que vendía verduras por el pueblo. ¿Qué había pasado con Sanita?; "¿Quién sabe?", decían sus hermanos. Por su parte, Carmen e Hilario pensaban que ésta había madurado, que había tenido una revelación y se había convertido a la religión. De manera que, apoyaron sin cuestionar, las decisiones religiosas de su hijita y no se habló más del asunto.
Pasaron dos años y Sanita, convencida de que sería la salvadora del Padrecito, continuó apareciéndosele de diferentes maneras. Se la pasaba en la iglesia y por sus inmediaciones, participaba en todo, pasaba por allí cuando salía de la escuela y se prestaba a ayudar en lo que la necesitaran, le hablaba en cualquier oportunidad que se le presentaba. Conversaba con él y le preguntaba sus dudas religiosas, le preguntaba sobre el amor, sobre el deseo y sobre si era pecado que en ocasiones ella sintiera cosquillas por el cuerpo y un calor entre las piernas que...era difícil de describir sin volver a sentirlo. El Padrecito, tragaba, se mantenía ecuánime, impávido e intentaba distraerse: "Hija, la oración siempre obra para bien, te distrae y te conecta con Dios. Pídele a Nuestro Señor que reenfoque tu pensamiento." Susana intentaba explicarle que esto era más fuerte que ella pero él no podía entender de lo que hablaba, pensaba Sanita.
Sin embargo, a pesar de que aún era muy joven, comenzó a notar que el Padrecito la miraba, a veces de reojo, "¿Me lo estaré imaginando?, ¡jijijiji!, creo que no, acabo de verlo mirándome de nuevo....¡me quiero morir!" Se decía, cada vez que lo veía mirarle las piernas o los senos; redondos, erguidos, firmes. Padre José la miraba con discreción, a través de la ropa, podía imaginarse su juventud y belleza y ella lo notaba. Las mujeres siempre sabemos cuando los hombres nos miran...
Una tarde le pidió confesarse, el Padrecito accedió. Entraron al confesionario y Susana comenzó a hablar, le dijo que se sentía en pecado, que quería que la ayudara. El le preguntó lo que le pasaba y ella le explicó, que su cuerpo se despertaba cada vez que lo veía, que las cosquillas ya eran irresistibles y que se tocaba pensándolo. El Padrecito guardó silencio, aunque Susana escuchaba su respiración desde el otro lado. Sanita nunca supo como pasó pero de pronto, estaba sentada sobre el regazo del padrecito y lo besaba con pasión (como cuando se besaba al espejo) y él le correspondía, la miraba extasiado, asustado. Sintió su cuerpo rígido, no la separó de él...
Se fugaron y vivieron como en los cuentos de hadas, por un tiempo. El Padre José, quien ya no era sacerdote, murió de un infarto masivo a los 45 años y Susana se quedó sola a los 22 años. Siguió viviendo, tuvo otros amores y siempre fue señalada en el Pueblo como una bruja seductora. Doña Carmen e Halario nunca le perdonaron la afrenta a su hija y hasta la tumba llevaron la vergüenza y decepción. A Susana nunca le importó, nunca se arrepintió y tampoco volvió a la iglesia: "A mí, nadie me quita lo bailao, además que, yo lo salvé del pecado real", decía.
Cuarenta años después de la muerte del Padre José, del Padrecito, de Jose, como lo llamaba Susana, aún lo recordaba y siempre sonreía con complicidad, con malicia. Había envejecido su cuerpo pero su memoria seguía intacta. Recordaba vívidamente lo bien que se la pasaban juntos y lo mucho que le gustaba cogérsela: "Me llamaba, Mi Salvadora y le encantaba cogerme. Qué pena que se haya muerto el muy enfermote." Contaba en frente de toda su audiencia, cuando en las tardes se sentaba a charlar en la Plaza del pueblo.
Susana vivió sola, allá en la casa donde se crió, nunca tuvo hijos, tampoco se casó, sus hermanos murieron y el tiempo pasó. Iba a un centro diurno para envejecientes. Era el alma de la fiesta en ese lugar. En las tardes, se reunían a conversar y Susana reía en silencio y narraba con detalle sus peripecias de juventud. Sus cuentos sorprendían y entretenían, su buena memoria, su buen humor y su cara de mujer sufrida pero intensamente vivida. Aún después de tantos años seguía siendo tema de conversación y decían: "Era tremenda la Susanita, pero qué bien se la pasó".
Cuentan que en ocasiones, algunos jóvenes se confundían entre la audiencia. Ella siempre sonreía y les hablaba del amor, de la pasión, de la lujuria y de la vida. Los miraba con nostalgia y les repetía la misma frase : "La vida está compuesta de pequeños instantes irrepetibles en el tiempo. La vida es este único momento que estamos experimentando ahora, vivan, vivan, no se lo pierdan que el ayer ya pasó y el mañana no existe..."
Mara
Chiste: El Salmo 129
ResponderBorrarEstaba un sacerdote conduciendo hacia su parroquia y en la carretera se encuentra con una monja conocida...
Este se detiene y le dice:
- Madre, suba que la llevo al convento.
La monja sube y se sienta en el asiento del copiloto, hace un cruce de piernas y el hábito se le abre un poco y se le ve la pierna. El padre se le queda mirando y sigue conduciendo.
Al rato le toca la pierna y la monja le dice:
- "Padre acuerdese del Salmo 129"
El Padre le pide disculpas y sigue conduciendo. Al rato otra vez le toca la pierna y la monja le dice:
- "Padre, no olvide el Salmo 129".
El Padre se excusa diciendo: Perdóneme, hermana, pero, Ud. sabe, la carne es débil...
Después de un rato la monja se baja y el Padre llega a su parroquia y se va rapidamente a buscar en la Biblia a ver que dice el Salmo 129.
Encuentra el Salmo que dice...
"Seguid buscando que arriba encontraréis La Gloria."