jueves, 6 de octubre de 2022

 

Agonía

―Lo que indica la patología es que removimos un tumor maligno del lado izquierdo de sus cuerdas vocales. Los ganglios linfáticos, cercanos al tumor, que también fueron extirpados, salieron positivos a cáncer. Por esta razón, es probable que aparezcan malignidades en otras áreas de su cuerpo ―dijo el cirujano sin inmutarse.

Sentado en su escritorio, cruzó los dedos de ambas manos frente a él y añadió con indiferencia:

―Rebeca, esto cambia el panorama. En casos como este, el tratamiento solo extiende la vida.

Un sabor a vómito se le alojó justo donde le habían sacado el tumor. Tragó con dificultad, mas no pudo llorar ni preguntar nada.

Había entrado al quirófano pensando que, tras la operación, su vida continuaría, que tendría tiempo para cumplir sus sueños. Tres semanas después, aquel hombre, sin un ápice de compasión la sentenció a muerte. Salió angustiada de la oficina del médico, perturbada al enterarse, sin saber qué hacer.

Se paró frente al ascensor, lo marcó y al abrir estaba vacío. Se subió.

Me voy a morir. Ya no se trata de ocultar la operación, ahora debo decidir si les digo a los que me quieren que me queda poco tiempo de vida y que de nada sirve tratarme. No quiero tener personas llamando y ofreciéndose para cuidarme ni nadie que me cuestione si debo recibir tratamiento o no.

Observaba los números del ascensor en descenso cuando se detuvo en el tercer piso. Se subió un hombre joven que la saludó. Rebeca solo sonrió, le dolía demasiado la garganta para hablar.

¿Cuánto durará este martirio? ¿Me encamaré y llenaré de llagas? ¿Me quedaré calva si me trato? ¿Recuperaré la voz? ¿Crecerá una bola en mi garganta y no podré tragar?

Salió y aceleró el pasó. Miles de preguntas invadían su mente. Estaba desconcertada. No sabía hacia dónde iba.  

Su alma se estremecía de tristeza y dolor. Se detuvo e inhaló.

Recomponte, bloquea.

Llegó hasta el estacionamiento donde la esperaba Lisa, la enfermera que la cuidaba desde que la operaron. Se acercó a la ventanilla del automóvil y le dijo:

―Vete, voy a regresar caminando.

―Pero ¿qué te dijo el médico? ―preguntó con urgencia―. Rebeca, aún estás débil. No puedo dejarte sola.

―Vete, por favor ―añadió con voz ronca.

―¿Te espero en la casa?

―No, ya no te necesitaré. Gracias infinitas.

La enfermera se dio cuenta de que algo más ocurría, aunque no se atrevió a cuestionarla. Tocó su mano derecha con compasión y se marchó.

Es una trampa del destino, una mala jugada ¡Maldita sea! Adelanté mi jubilación porque tras la muerte de Roberto, hace cinco años, pensé que esa era la lección que tenía que aprender: soltar el afán por el dinero, disfrutarme la vida y ser feliz.

Divagaba mientras caminaba sin rumbo por las calles de Condado.

***

Dos meses antes Rebeca perdió la voz casi en su totalidad. Preocupada fue al médico. Después de muchos exámenes encontraron que tenía un tumor maligno en las cuerdas vocales. Le dijeron que era pequeño y que como había sido atendido con premura no debía tener graves consecuencias. Decidieron extirparlo y hacer las patologías pertinentes para decidir los próximos pasos.

Pensó que sería algo que podría resolver sola, por lo que decidió no decir nada. Quería evitar preocupaciones y que se le metieran en la casa e invadieran su espacio.

Prefiero estar sola y que me atienda un particular al que no le deba nada. Solo necesito una enfermera que me acompañe y lleve a citas médicas mientras convalezco.

Manejó la situación con ecuanimidad. Organizó en silencio cada detalle de su recuperación, sin que ninguno de sus seres queridos sospechara nada.

Decidió llamar una compañía dedicada a cuidar pacientes en el hogar.

―No pueden venir a mi casa vestidas de enfermeras ni con nada que pueda parecerles extraño a los vecinos y amigos de la comunidad. ―Levantó las cejas y tragó con dificultad mientras escuchaba a la persona con la que hablaba por teléfono―. No tengo familiares a quien notificar en caso de emergencia. Puedo darles un número de teléfono que solo podrán utilizar en caso de que muera. Escriba eso, por favor. ―Carraspeó―. Es el número de un primo materno. Se llama Antonio Vega. Apunte, 939-420-0001. Él sabrá qué hacer… Perfecto. Muchas gracias.

Se hizo su voluntad. Le asignaron a Lisa, una enfermera graduada de unos cuarenta años que la atendió como solicitó. Su convalecencia duró poco tiempo. No tuvo complicaciones.

Los vecinos no sospecharon de su encierro porque, aunque todos la conocían, no era de estar compartiendo ni de salir con frecuencia.

Cuando sus amigos le preguntaron por su ronquera les explicó que el médico había dicho que se le habían atrofiado las cuerdas vocales del lado izquierdo y que recibiría terapia. No dejó que nadie la visitara.

***

Se acercó al mar, porque no quería regresar aún a la casa. Recordó cómo eran ella y Roberto cuando fueron felices, los sitios que visitaban recién casados, los paseos por esas mismas calles que recorría ahora, las sonrisas, el amor. Se dio cuenta de que cada paso que daba la llevaba al pasado, a los recuerdos, justo ahora que conectaba con su muerte.

En voz baja, comenzó a cantar una canción que se le cruzó por la mente:

“Scattered pictures of the smile we left behind

Smiles we gave to one another

For the way we were

Can it be that it was all so simple then

Or has time rewritten every line

If we had the chance to do it all again,

Tel me, Would we? Could we?

Mem’ries may be beautiful and yet…”

 

Rebeca solo cantaba cuando alguna emoción no resuelta la invadía por dentro. Recordaba canciones que la ayudaban a conectar con su dolor y, tal vez, entenderlo.

***

A los cincuenta años y tras la muerte de su esposo, Rebeca vendió su bufete de abogados a María, su socia y amiga. Había ahorrado suficiente como para vivir con comodidad y libertad. Había heredado de sus padres una fortuna y de Roberto, la casa en la que se crio. Un antiguo edificio en Viejo San Juan, que fue la vivienda de ambos cuando se casaron. Meses antes de morir, se aseguró de poner la propiedad a nombre de ella.

La casa del Viejo San Juan quedaba en la Calle San Francisco, colindaba con la entrada trasera de La Fortaleza. Rebeca adoraba la energía de aquel lugar, los techos altos, las terrazas, el patio interior, las habitaciones, los ladrillos y las antigüedades. Cada detalle contaba una historia. Por eso, después de que se retiró, también vendió la casa de Guaynabo.

Ilusionada, regresó al Viejo San Juan y se instaló en el hogar donde único fue feliz en su adultez.

***

Tarareó la canción mientras miraba el mar. Canturreó otras y, con cada una, accedió a algún momento de su vida.

Esa vida que parecía escapársele.

Se le oscureció el alma. Sintió el pecho apretado y una profunda melancolía.

Se sentó en la arena y observó el vaivén de las olas.

¡Ay, Roberto! ¿Cuánto te amé?

Reflexionó sobre la felicidad, la soledad, la tristeza y también sobre la muerte.

Regresó a su casa y al llegar se quitó el pañuelo que tenía anudado al cuello para que no se viera la cicatriz. Descansó un rato. Se bañó y cepilló su cabellera, se hizo una cola de caballo y se vistió de nuevo. Buscó en su móvil el contacto de Angélica, la maestra de yoga que hablaba de los chakras. Le escribió un mensaje de texto, porque al hablar le dolía la garganta. La muchacha le contestó que aquella tarde ofrecería una clase en el patio cercano a El Morro. Se escribieron durante un rato.

A las cinco de la tarde caminó hacia el castillo. Llevaba una camisa blanca sin mangas, con cuello de tortuga para tapar la cicatriz, unos pantalones que alguna vez trajo de Tailandia y unas sandalias en cuero. Cuando llegó ya la clase había comenzado. Los asistentes estaban sentados sobre el piso, miraban hacia el castillo mientras la maestra hablaba.

La saludó con un movimiento de cabeza y se acomodó sobre la hierba en el lado izquierdo para escucharla con claridad.

―…el chakra del corazón es el que separa el cuerpo material del espiritual, es unión, lo rige el sacramento del matrimonio, es de color verde. Hoy, nos enfocaremos en el chakra de la garganta, el de la comunicación, que es de color azul turquesa. El sacramento que lo rige es el de la confesión. Se cierra cuando no expresamos nuestra verdad ni quienes somos ―explicó Angélica.

Una vez más, Rebeca se perdió en sus pensamientos:

Comunicación, confesión. Con razón tengo cáncer en la garganta. Por quedarme callada tanto tiempo, por no expresar la indignación ni el dolor, tampoco la tristeza. Creé un personaje que evitó mostrar el sufrimiento. Me tragué la rabia, la frustración y aquí está, transformada en cáncer. Y ahora, ni siquiera tengo el valor para decírselo a nadie.

Suspiró entristecida.

Permaneció sentada un rato. Escuchó un joven que tocaba el violín, pero antes de que terminará la clase, se marchó. Caminó hacia el Cementerio Nacional, desde allí despidió la tarde.

Mientras veía el sol caer, vívidos recuerdos la invadieron: se vio fregando en la cocina de la casa de Guaynabo a la que se mudó con Roberto para hacer una familia. Con los años, la relación entre ellos se marchitó: por dejadez, por compromisos, por cansancio, por hastío. Un día se dio cuenta de que aquella casa, por más que se esforzaron, siempre estuvo vacía, como ella.

 Adolorida regresó al presente, al atardecer. Miró el cementerio y lo sintió como un augurio.

En su cabeza, escuchó la melodía que le hizo comprender que ya no amaba a su marido, que no había nada que hacer. Comenzó a canturrear la melodía que, alguna vez, le mostró el fin de la esperanza y del amor:

“Y ahora ves, lo que pasó al fin nació

Al pasar de los años

El tremendo cansancio que provoco yo en ti”.

 

Guardó silencio y un suspiro se le escapó.

Resentí no poder parir, pero más resentí no sentirme amada y valorada por ti. ¿Qué nos faltaba? Nos faltó la pasión para seguir enamorados. Se nos murieron las ganas. No tuve el valor para marcharme, para encontrar otro amor. Después enfermaste. Ahora estoy aquí, marchita, más enferma que tú y sin saber qué hacer.

A pesar del dolor continuó cantando la misma melodía, porque el alma le dolía más:

“Por mi parte esperaba

Que un día el tiempo se hiciera cargo del fin

Si así no hubiera sido

Yo habría seguido jugando hacerte feliz

Y aunque el llanto es amargo piensa en los años

Que tienes para vivir

Que mi dolor no es menos y lo peor

Es que ya no puedo sentir…”

 

La canción fue ahogada por sus lágrimas. Dejó salir toda la tristeza que cargó por años. Lloró por el desamor, por la falta de valentía para marcharse, por pasarse la vida buscando el amor y la aceptación. Lloró con desconsuelo.

Aún con el rostro bañado en lágrimas, tocó su garganta.

No seré una carga ni me expondré a ningún tratamiento, aunque ya ni sé qué es lo correcto. Quizá deba hablar con el primo Antonio, porque si el cáncer me dio por callar, a lo mejor esta es una oportunidad para sanar, aunque sea algo.

Desesperanzada se levantó y caminó hacia su casa. Observó las sombras de la noche, los faroles, los adoquines, La Rogativa, La Puerta de San Juan. Se acercó al mar y miró el paisaje como si lo viese por última vez.

Aquella noche durmió desnuda en el patio interior de la casa.

La despertó la claridad del amanecer y el gorjear de las aves.

Vio sus plantas, un gato que caminaba por el alero, las palomas sobre los cables.

Caminó por el pasillo hasta el baño.

Aún desnuda, se acercó al lavamanos, lo llenó de agua, enjabonó sus manos y sus antebrazos como lo hacía su padre cuando era niña.

Se vio observándolo, mirando embelesada sus velludos brazos llenos de espuma. Sintió la alegría de aquellos días cuando él aún la amaba. Lo esperaba con ansias. Entusiasmada lo acompañaba a asearse. Entonces la llenaba de besos y abrazos, era feliz. Después todo cambió.

Papi fue mi primer amor, también el primer hombre que me rompió el corazón.  

Dentro de sí, escuchó otra triste melodía.

Se miró al espejo, vio la cicatriz en su cuello, sus ojos sin brillo.

Una vez más, cantó a pesar del dolor:

“Al fin la tristeza es la muerte lenta

de las simples cosas

Esas cosas simples que quedan doliendo en el corazón

Uno vuelve siempre

A los viejos sitios en que amó la vida

Y entonces comprende

Como están de ausentes las cosas queridas

Por eso, muchacho, no partas ahora soñando el regreso

Que el amor es simple

Y a las cosas simples las devora el tiempo…”

 

Con la canción regresó el desconsuelo y volvió a llorar.

Se secó los brazos y el rostro.

Imagino que no supo qué hacer ni cómo tratarme cuando fui creciendo. Me rechazó tantas veces. Necesité tanto su presencia.

Se miró al espejo. Melancólica, vio su delgadez, sus senos aún redondos, la línea rosada en su garganta y la tristeza en su rostro.

Me pasé la vida buscando en los hombres el amor que Papá me negó. Con razón tuve tantos desengaños y desaciertos antes de Roberto. Por eso me aferré a él y he sido tan cobarde tras su muerte.

Pasó la mañana sin saber qué hacer. Intentó llamar a Antonio, pero no se atrevió. Caminó por la casa. La recogió, aunque estaba ordenada. Observó cada detalle. Sintió nostalgia. Se sentó en el patio interior. Vio las palomas revolotear.

Lloró.

Durante la tarde, decidió bañarse y escuchar música. Caminó hacia el baño y se metió bajo la ducha. Se bañó con agua fría. Volvió a lavar su cabello.

Al salir secó su cuerpo, amarró una toalla a su cabellera y secó la cicatriz en su garganta. Sintió dolor. El mismo dolor que sentía cuando era adolescente y no lloraba, el mismo que sintió cuando no pudo parir y cuando dejó de amar a Roberto. El mismo desconsuelo de siempre. Era una bola de angustia que se alojaba en su cuello, que no la dejaba tragar y que ahora se había convertido en cáncer.

Sí, llamaré a Antonio, él va a comprender y guardará el secreto.

Se quitó la toalla de la cabeza, y comenzó a cepillarse con fuerza.

Mejor no lo llamo, no merece sufrir por mí.

Otra vez se miró al espejo y vio la desesperanza reflejada es su rostro.

Dejó suelta su cabellera larga y canosa. Aún desnuda caminó hasta la sala y se paró frente al tocadiscos Grundig, el mueble que perteneció a los padres de Roberto. El que trajeron de Alemania después de la Guerra de Korea.

El Grundig, como ellos lo llamaban ¡Ay, los recuerdos!

Era un mueble rectangular en color madera oscura. Sacó algunos portarretratos que se encontraban sobre este y abrió la tapa de la derecha. Adentro había discos de diferentes artistas, buscó los que llevaba recordando desde el día anterior. Miró las portadas y sonrió con nostalgia. Los colocó sobre una butaca en madera, tapizada en terciopelo color aguacate, que estaba al lado derecho del Grundig. Levantó la tapa del lado izquierdo y subió el brazo del tocadiscos. Tomó el primer disco que estaba sobre la butaca y lo puso sobre el plato giratorio. Se acercó a la carátula vacía y encontró la canción que buscaba. Acomodó la aguja sobre la tercera línea de estrías en el vinilo.

Recogió del piso uno de los portarretratos con la foto de un hombre alto de pelo oscuro. Pasó un dedo sobre el cristal y sonrió.

La melodía la remontó a otro recuerdo.

Conoció a Andrés nueve meses después de la muerte de Roberto. Aquel hombre le devolvió la ilusión y las ganas de vivir. Sin embargo, también activó sus miedos.

Sentí terror al saberme correspondida. ¡Ay, Andrés! Aún recuerdo tus besos, tu calidez.

Dejó de verlo sin darle explicaciones, temerosa de que la convenciera.

Lo dejé ir, porque no quería que se convirtiera en otra historia de desamor. Ahora ya es tarde. ¡Qué necia fui!

Parada frente al tocadiscos y abrazada a la foto de Andrés, tarareó la canción mientras la escuchaba.

Estoy tan sola y vacía.

Suspiró mientras colocaba la foto sobre el Grundig.

Como un autómata se dirigió hacia la cocina. Abrió la botella de vino que compró antes de la operación. Se sirvió una copa y la llenó hasta la mitad. Regresó a la sala y la colocó sobre una mesita que estaba entre el tocadiscos y la butaca.

Esta es mi agonía y no la compartiré. Nadie merece sufrir por otro.

Caminó a su habitación, abrió el clóset y, del interior, sacó una caja de zapatos negra con tapa roja. La abrió, miró lo que había adentro y volvió a taparla. La llevó hasta la sala y la colocó en el piso, al lado de la mesita sobre la que estaba la copa de vino y la butaca en terciopelo.

Regresó a su habitación. Buscó entre su ropa un vestido de fiesta que usó cuando era joven, era largo y sensual en color fucsia. Se lo puso, arregló su cabello y se quedó descalza. Caminó hasta la sala. Volvió a escuchar la canción que había puesto antes.

¿Quién habrá dicho que las lágrimas son la última sonrisa de un amor que se marcha? ―musitó―. ¿Por qué no me arriesgué a ser feliz?

Levantó la aguja del tocadiscos. Sacó el vinilo, lo puso al lado. Agarró el más melancólico de los que colocó sobre la butaca. Subió el volumen. Acomodó la aguja en la cuarta ranura y esperó.

Primero tarareó la canción y luego, levantó la voz a pesar del dolor en la garganta. Levantó la foto de Andrés y cantó con emoción:

“Hoy viene a mí la damisela soledad

Con pamela, impertinentes y botón

De amapola en el oleaje de sus vuelos

Hoy, la voluble señorita es amistad

Y acaricia finamente el corazón

Con su más delgado pétalo de hielo

Por eso hoy

Oh, melancolía, señora del tiempo

Beso que retorna como el mar

Oh, melancolía, rosa del aliento

Dime, quién me puede amar”

 

Mientras cantaba se movía por la habitación como si bailara, abrazada al portarretratos.

De pronto, se detuvo entre el tocadiscos y la butaca. Puso la foto sobre la mesita, agarró la copa de vino, la acercó a su boca y la terminó de un sorbo. Después la dejó caer y la vio romperse.

Se sentó en la butaca y puso los discos sobre su falda. Los miró con lástima.

Recogió del piso la caja negra de tapa roja y la puso también sobre ella. La abrió y, del interior, sacó un revólver que le regaló su primo Antonio cuando se mudó a la casa en el Viejo San Juan.

―Esto es para que te protejas ahora que estás sola ―dijo imitando una voz masculina.

Como si alguna vez hubiese estado acompañada.

Miró el arma con detenimiento. Era una pieza tan hermosa como amenazante. Era pesada. Tenía un cañón corto cromado, con la empuñadora en color marrón. Abrió con dificultad el tambor, vio las seis balas en su interior. Rozó con sutileza el gatillo y ninguna emoción la alteró.

 Tomó el revólver con la mano derecha y lo acercó a su garganta. Lo acomodó al lado derecho de su cuello, donde terminaba la cicatriz, muy cerca de la carótida. Aún pegado a su piel, apuntó el cañón hacia arriba. Levantó un poco la cabeza e inhaló profundo.

De pronto, un sonido secó asustó las palomas sobre el tendido eléctrico.

FIN


Canciones:

The Way We Were popularizada por Barbra Streisand

https://www.youtube.com/watch?v=ifWOSnoCS0M&list=PLj7qijkbC1M71dtZiAlJz0Vgte_6KAEvH&index=3

Para vivir de Pablo Milanés

https://www.youtube.com/watch?v=pa7ilwAcecw

Canción de las simples cosas versión de Mercedes Sosa

https://www.youtube.com/watch?v=fXvz4bkQRZI

Inoportuna de Jorge Drexler

https://www.youtube.com/watch?v=yiSJq4r2wZ0

Oh, melancolía de Silvio Rodríguez

https://www.youtube.com/watch?v=MBMeGfaY-cA

 

 


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