Me llamo Andrea y me mataron en Río Piedras.
Es sábado y llego caminando hasta el pueblo. Son tiempos de pandemia y desde que comenzó todo, evito estar en espacios cerrados. Sin embargo, para estos días estar en la calle tampoco es buena idea porque nos están matando. Me refiero a que nos están quitando la vida física porque a mi edad ya nos han matado por dentro y vuelto a matar, pero de eso hablamos más adelante.
Camino hacia el Paseo de Diego, recuerdo el lugar lleno de vida y de transeúntes. Recuerdo cuando me sentaba en algún banco del centro del pasillo, a mirar hacia las casas que estaban arriba de los comercios. Me fascinaba su arquitectura e inventarme historias sobre los que allí vivían. Eran otros tiempos.
Recién cumplí cuarenta años, tengo un hijo de veintidós que se llama Josué, como su abuelo. Vivimos es Hyde Park en la casa de mis padres y se me hace muy fácil caminar hasta aquí, además es muy temprano y quiero visitar las librerías y ver si consigo una novela que me interesa leer, de un autor que me gusta mucho.
Me siento en uno de esos bancos en el centro del pasillo, pero el pueblo está desierto; todo está cerrado y hay grafiti por todas partes, también deambulantes y tecatos dormidos aún por ahí. Hoy estoy tranquila, y me gusta, porque hay días que me pongo ansiosa y asustadiza y no puedo quedarme en ningún lugar y debo regresar a la casa. Mi sicóloga dice que es por un trauma de la infancia: cuando intentaron secuestrarme a los ocho años, pero esa es otra historia.
Sentada en el banco recuerdo momentos de mi vida, observo lo que ocurre alrededor y veo la decadencia que me rodea. De repente, un olor particular arroja sobre mí un vagón de recuerdos: de súbito, de sopetón, como llega todo a mi vida. Huele a sopa de pollo.
Me veo cocinando, preparando el caldo con esmero pues esa es la base de la sopa. Tengo una bata color naranja y me seco el sudor con la manga de esta. Es domingo y todos los domingos cocino para Él; sopa de pollo, siempre sopa de pollo. Porque con Él, los días se repiten cual imágenes frente a un espejo. Josué es casi adolescente y llevo siete años haciendo sopa de pollo todos los domingos.
Sonrío un poco al pensar en lo perseverante que he sido. Nunca traté tanto de que funcionara una relación, nunca le puse a nada tanto empeño. Quizás por eso es que sé que morimos muchas veces sin que se nos muera el cuerpo físico. Nunca debemos tratar tanto.
Sigo sudada y con la bata naranja. Él es médico y siempre está ocupado o en guardias. Cuando está en la casa se encierra en su oficina a trabajar, pero yo sé que lo que hace es hablar con mujeres; jóvenes y no tan jóvenes. En los últimos tiempos alterna entre Instagram, para las jovencitas y Facebook, para las doñitas como yo. Se siente invencible e importante pero a pesar de esto me enamoro, me seduce su inteligencia y que parece un buen hombre.
Nos mudamos juntos y poco a poco se han ido desvelando frente a mí los pequeños grandes defectos, que se multiplican conforme lo voy conociendo. Pero como ya saben, nos enseñan a hacernos las tontas desde pequeñas; es como único conservamos alguna relación de pareja en una sociedad patriarcal como esta y entre tanta misoginia.
A veces busco sus cuentas en las redes sociales, para confirmar lo que sospecho; veo sus insinuaciones a otras mujeres en las redes, comentarios que jamás haría frente a mí (porque frente a mí es sobrio y muy frío). Hasta creo que a lo mejor se encuentra con alguna, durante las supuestas guardias, ya no sé. Con el tiempo se va descuidando, se vuelve descarado porque piensa que no me doy cuenta. Se la pasa merodeando mujeres, es todo un depredador. Se va convirtiendo en un desconocido, pero no le digo nada. Ese domingo entro a su oficina y al entrar veo en la pantalla la foto de una mujer. Él, al verme cambia de pantalla sutilmente y yo no digo nada, no quiero hacer preguntas, ya no. Además, para esos días…
Solo le digo que la comida está lista y me retiro, llevándome la imagen que vi en la pantalla, pero en silencio.
Llega a la cocina y se sirve la sopa, se sienta frente a mí en la misma posición de siempre, uno frente al otro. Estoy sentada en la silla de siempre, con la bata color naranja de los domingos y con aquella tristeza que me carcome el alma. Sé que Él no me quiere, solo lo acompaño en lo que le llega algo mejor, se cree merecedor de algo mejor, sonrío en silencio. Estoy muerta por dentro entre tanto desamor, por eso les digo que morimos muchas veces antes de que muera nuestro cuerpo físico.
Algo me regresa a la realidad, siento que me toman por el pelo, me halan con fuerza. Es tan inesperado que no puedo reaccionar. Creo que me están metiendo una cuchilla por el costado derecho porque algo me hinca. Estoy aterrorizada porque siento alfileres que me recorren el cuerpo y esta presión en el pecho que nos da cuando estamos asustadas. No puedo gritar, acaban de taparme la boca, me arrastran hacia un carro que está estacionado cerca, en la Ponce de León. No hay nadie en la calle, está tan vacía como al principio. Trato de forcejear un poco, pero recuerdo cuando mi primer marido me dijo: “Tú eres fuerte, el día que te vayan a hacer daño te van a meter un puño en la cara para dejarte inconsciente y ahí estarás perdida, sé inteligente”.
Dejo de resistirme, pero sé que después que esté montada en el carro me van a matar. El carro arranca y me llevan, pasamos por las librerías y por la universidad. Estoy medio acostada en el asiento de atrás, con un tipo a mi lado que tiene el cuerpo caliente y maloliente. No puedo llorar, solo estoy aterrorizada viendo mi vida pasar por enfrente de mí; inconclusa e irresoluta.
Son dos tipos y el que está montado conmigo es el que tiene la cuchilla o el arma blanca, no sé nada de armas. El de enfrente empieza a hablar: “Te lo vamos a meter, lo sabes. Yo estoy bien bellaco y él también. ¿Quieres que filmemos lo que te hacemos para que tu familia tenga un recuerdo tuyo, jodía puta? La doñita de Hyde Park, te estábamos velando y te pajeaste, cabrona”. Siento el odio en sus palabras, y no entiendo por qué está ocurriendo, que no sea por vicio, por maldad. Reconozco el que está conmigo en el asiento de atrás: es el muchachito que trabajaba en la farmacia, que tenía cara de pendejo, pero al que le veía a través de sus ojitos achinados toda la perturbación que encerraba, sabía que era un mal nacido.
Sé que me van a matar, apestan a alcohol y el de enfrente tiene una botella de cerveza en la mano derecha y una pipa de crack. El que está a mi lado tiene la boca hedionda, está muy cerca y muevo la cabeza porque siento asco: “No me rechaces cabrona porque igual te voy a meter el bicho en la boca antes de matarte, te lo voy a seguir metiendo mientras agonizas para que te vayas bien llenita de mí pal otro lado”.
Lo escupo y le pido que me mate, lo provoco para que acabe pronto la tortura, porque esta muerte no puede ser peor que las otras, no quiero esperar a sentir que además me violan y me humillan. Juré que nunca más dejaría que me maltratasen. ¡Maldita sea!
Me muerde la mejilla izquierda, duele. Lo tengo casi sobre mí, no puedo moverme, se me escapa un grito adolorido, pero nadie me oye. No estamos lejos de donde me secuestraron, todo pasa de prisa. El de enfrente le dice que lo coja suave y que no me mate, que quiere metérmelo viva: “Esta cabrona me está retando, avanza”, le dice el muchachito.
El carro se detiene. El de enfrente se baja y se monta en la parte de atrás. Me sientan y puedo ver dónde estamos. Seguimos en el barrio, es el estacionamiento frente a un colmado en Río Piedras. Estamos entre vagones y nadie nos verá, porque ese colmado es de gente adventista y no abre los sábados. Ni siquiera vendrán los feligreses que dejan sus carros allí para ir a la iglesia evangélica que está del otro lado de la calle. Ellos conocen dónde están, y cómo se vive aquí, este también es su barrio.
Trato de forcejear un poco pero eso intensifica la tortura, me golpeo contra la ventanilla y sobre el mordisco en la mejilla izquierda, vuelvo a gritar. Me tocan y me arrancan la ropa. Me toquetean y me besuquean el cuerpo. El muchachito me sube sobre él y me penetra. Duele. El otro está por detrás, intentando sodomizarme pero trato de zafarme. Son cuatro manos y dos bocas sobre mí; siento asco y dolor. Tengo el ritmo acelerado y la respiración entrecortada, esta vez no es un ataque de pánico, es terror.
Me llegan imágenes de otras muertes, y el recuerdo de la relación con Él. Esta duele menos: veo mi rostro hinchado por el llanto, recuerdo los desaires, los regaños, el desamor y mi incapacidad para salir de allí. El segundo me penetra por detrás, me embiste con fuerza, grito, se me desgarra el cuerpo. Ya no puedo salir de allí, estoy atrapada entre dos cuerpos amorfos y sudados. El de atrás me lame el cuello mientras jadea.
Me rindo, dejo que ocurra, esta muerte no es peor que las otras.
El filo de la cuchilla entra por mi axila izquierda, cerca del corazón y siento que me perfora; duele, pero no tanto. Siento sus risas mientras la sangre caliente me moja el costado, baja y lo baña todo.
Sé que no puedo escapar y que me estoy muriendo, pero esta vez duele menos…
Mara
Es sábado y llego caminando hasta el pueblo. Son tiempos de pandemia y desde que comenzó todo, evito estar en espacios cerrados. Sin embargo, para estos días estar en la calle tampoco es buena idea porque nos están matando. Me refiero a que nos están quitando la vida física porque a mi edad ya nos han matado por dentro y vuelto a matar, pero de eso hablamos más adelante.
Me veo cocinando, preparando el caldo con esmero pues esa es la base de la sopa. Tengo una bata color naranja y me seco el sudor con la manga de esta. Es domingo y todos los domingos cocino para Él; sopa de pollo, siempre sopa de pollo. Porque con Él, los días se repiten cual imágenes frente a un espejo. Josué es casi adolescente y llevo siete años haciendo sopa de pollo todos los domingos.
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