martes, 27 de julio de 2010

El Padrecito...

La vida es un cuento lleno de relatos breves que conforman la gran novela que escribimos día a día. Susana se había enamorado de un sacerdote cuando apenas era adolescente. Tenía quince años y era la penúltima de cinco hermanos en un familia de clase media-pobre en algún lugar del Planeta. Su familia era extremadamente tradicional  y Susana extremadamente adolescente, aunque madura y maliciosa. Era muy lista, segura, hormonal y llena de energía y vitalidad.

Vio por primera vez  a Padre José un domingo que fue a misa. Había escuchado que al pueblo había llegado otro sacerdote pero nadie se lo había descrito. El Padre Miguel, el sacerdote anterior, estaba muy viejo y enfermo y se lo habían llevado para su país.  Ese domingo, Susana  fue a la iglesia no por curiosidad y menos por devoción. Fue porque de otra forma no podría salir de la casa el domingo en la tarde. Quedó deslumbrada ante la belleza de aquel hombre, sintió cosquillas por el cuerpo. Se incomodó un poco por su pensamiento, pues sabía que, no debía sentirse atraída por el hombre que ofrecía la misa, en la pequeña iglesia de su pequeño pueblo. Sabía que debía ser pecado su pensamiento y que su madre infartaría si se enterara.


Todo fue súbito, la lujuria se apoderó de ella instantáneamente y aunque luchó en su contra y aunque intentó racionalizarla, fue más fuerte que ella y la dominó. El deseo, las hormonas, las cosquillas, las ganas de acercársele y la manera como comenzó a imaginárselo, llevaron su cabeza hasta otra dimensión: "¡Basta, deja de pensar Susana, estás en misa chica, espera a llegar a casa!..." rió en silencio tras su morbosa reprimenda, mientras sus pensamientos se intensificaban por momentos y hasta la hacían sonrojarse.

Desde ese día, ese deseo, esa lujuria contenida, fueron el motivo principal de su repentina devoción religiosa.  Comenzó a ir a misa todos los días, se sentaba en los bancos de en frente, repetía el ritual al pie de la letra; decía el credo, se arrodillaba, cerraba los ojos, cantaba y hasta participaba en ciertas lecturas. Quería que el Padrecito (como comenzó a llamarle) notara su presencia, que la viera. Sanita, buscaba todas las excusas posibles y otras un tanto ridículas y exageradas, para estar cerca del Padrecito. Estaba obsesionada con todo lo que pasaba allá arriba, donde se ofrecía la misa, allá detrás, donde se ponía la sotana.

Al principio quería ser monaguillo pero le explicaron que sólo eran monaguillos los varones: "¡Claro!, con razón cuentan que a muchos les gustan los niños y que otros son homosexuales. Eso es por culpa de que sólo pueden entrar en contacto directo con otros varones..." pensó. Su pensamiento fue aún más lejos, analizó el ritual, la misa. Se dio cuenta de que las partes más relevantes de este ritual lo ofrece el sacerdote pero siempre es asistido por niñitos y luego por los diáconos, todos varones. "¡Qué horror! Pobrecito el Padrecito, tengo que ayudarlo para que no entre en pecado, parece que nadie se ha dado cuenta de esto, tengo que ayudarlo." Se sintió iluminada por dicho pensamiento, pensó que había tenido una epifanía.

Comprendió que ser mujer era un obstáculo para estar cerca. De manera que, habló con la directora del coro, Doña Clara, para que le hiciera una audición y así, formar parte del mismo. Además, le pidió a su madre que le hiciera un vestido particular, quería hacer una promesa, un sacrificio al Divino niño Jesús. Su madre le cosió un vestido en tela de saco, completamente tapado, debajo de las rodillas, se amarraba a la cintura con un cinto en hilo de lana color rojo, cuyos extremos eran dos bolas mullidas. En las tardes, se encerraba en el baño y mientras pensaba en Padre José, usaba las bolas mullidas para hacerse cosquillas.

Doña Carmen no salía de su asombro pero no comentaba nada, no fuera a romperse el súbito encantamiento de su hija y su devoción por la iglesia. No sabía cómo había pasado, pero de repente, Susana, la más rebelde y malcriada de sus hijos, estaba transformada, debía ser un milagro: "Papa Dios ha escuchado mis súplicas y ha obrado un milagro en Sanita, la bañó con su amor y su gloria, gracias Padre".  Ese mismo día se cosió un vestido, también en tela de saco, en señal de agradecimiento por la transformación de su hija.

Desde que era muy pequeña, los padres de Sanita (como le decían en la casa) comenzaron a preocuparse por su conducta. Sus hormonas habían despertado desde mucho antes de lo esperado y ya desde los nueve años, su padre Hilario había tenido que dar a respetar la dignidad de la penúltima de sus hijas. La habían sorprendido besándose con el muchacho que vendía verduras por el pueblo. ¿Qué había pasado con Sanita?; "¿Quién sabe?", decían sus hermanos. Por su parte, Carmen e Hilario pensaban que ésta había madurado, que había tenido una revelación y se había convertido a la religión. De manera que, apoyaron sin cuestionar, las decisiones religiosas de su hijita y no se habló más del asunto.

Pasaron dos años y Sanita, convencida de que sería la salvadora del Padrecito, continuó apareciéndosele de diferentes maneras. Se la pasaba en la iglesia y por sus inmediaciones, participaba en todo, pasaba por allí cuando salía de la escuela y se prestaba a ayudar en lo que la necesitaran, le hablaba en cualquier oportunidad que se le presentaba. Conversaba con él y le preguntaba sus dudas religiosas, le preguntaba sobre el amor, sobre el deseo y sobre si era pecado que en ocasiones ella sintiera cosquillas por el cuerpo y un calor entre las piernas que...era difícil de describir sin volver a sentirlo. El Padrecito, tragaba, se mantenía ecuánime, impávido e intentaba distraerse: "Hija, la oración siempre obra para bien, te distrae y te conecta con Dios. Pídele a Nuestro Señor que reenfoque tu pensamiento." Susana intentaba explicarle que esto era más fuerte que ella pero él no podía entender de lo que hablaba, pensaba Sanita.

Sin embargo, a pesar de que aún era muy joven,  comenzó a notar que el Padrecito la miraba, a veces de reojo, "¿Me lo estaré imaginando?, ¡jijijiji!, creo que no, acabo de verlo mirándome de nuevo....¡me quiero morir!"  Se decía, cada vez que lo veía mirarle las piernas o los senos; redondos, erguidos, firmes. Padre José la miraba con discreción, a través de la ropa, podía imaginarse su juventud y belleza y ella lo notaba. Las mujeres siempre sabemos cuando los hombres nos miran...

Una tarde le pidió confesarse, el Padrecito accedió. Entraron al confesionario y Susana comenzó a hablar, le dijo que se sentía en pecado, que quería que la ayudara. El le preguntó lo que le pasaba y ella le explicó, que su cuerpo se despertaba cada vez que lo veía, que las cosquillas ya eran irresistibles y que se tocaba pensándolo.  El Padrecito guardó silencio, aunque Susana escuchaba su respiración desde el otro lado.  Sanita nunca supo como pasó pero de pronto, estaba sentada sobre el regazo del padrecito y lo besaba con pasión (como cuando se besaba al espejo) y él le correspondía, la miraba extasiado, asustado. Sintió su cuerpo rígido, no la separó de él...

Se fugaron y vivieron como en los cuentos de hadas, por un tiempo. El Padre José, quien ya no era sacerdote, murió de un infarto masivo a los 45 años y Susana se quedó sola a los 22 años.  Siguió viviendo, tuvo otros amores y siempre fue señalada en el Pueblo como una bruja seductora. Doña Carmen e Halario nunca le perdonaron la afrenta a su hija y hasta la tumba llevaron la vergüenza y decepción.  A Susana nunca le importó, nunca se arrepintió y tampoco volvió a la iglesia: "A mí, nadie me quita lo bailao, además que, yo lo salvé del pecado real", decía.

Cuarenta años después de la muerte del Padre José, del Padrecito, de Jose, como lo llamaba Susana, aún lo recordaba y siempre sonreía con complicidad, con malicia. Había envejecido su cuerpo pero su memoria seguía intacta. Recordaba vívidamente lo bien que se la pasaban juntos y lo mucho que le gustaba cogérsela: "Me llamaba, Mi Salvadora y le encantaba cogerme. Qué pena que se haya muerto el muy enfermote." Contaba en frente de toda su audiencia, cuando en las tardes se sentaba a charlar en la Plaza del pueblo.

Susana vivió sola, allá en la casa donde se crió, nunca tuvo hijos, tampoco se casó, sus hermanos murieron y el tiempo pasó.  Iba a un centro diurno para envejecientes. Era el alma de la fiesta en ese lugar. En las tardes, se reunían a conversar y Susana reía en silencio y narraba con detalle sus peripecias de juventud. Sus cuentos sorprendían y entretenían, su buena memoria, su buen humor y su cara de mujer sufrida pero intensamente vivida. Aún después de tantos años seguía siendo tema de conversación y decían: "Era tremenda la Susanita, pero qué bien se la pasó".

Cuentan que en ocasiones, algunos jóvenes se confundían entre la audiencia.  Ella siempre sonreía y les hablaba del amor, de la pasión, de la lujuria y de la vida. Los miraba con nostalgia y les repetía la misma frase : "La vida está compuesta de pequeños instantes irrepetibles en el tiempo. La vida es este único momento que estamos experimentando ahora, vivan, vivan, no se lo pierdan que el ayer ya pasó y el mañana no existe..."

Mara

lunes, 26 de julio de 2010

Un día cualquiera...

Un día la vida te cerca, te atrapa, te estrangula. Sientes que te aprieta fuerte y no suelta, y te asfixia y piensas que no va soltarte. Es ahí donde, después de tanto pelear, te cansas, te frustras y comienzas a reflexionar, y al fin comprendes por qué la gente se quita de la vida, por qué la gente se da por vencida...

Fue después de esta reflexión que  decidió escribir este relato, intentando ponerle un poco de humor a esta vida que puede ser un infierno y también el cielo. Esta vida que es espeluznantemente honda y maravillosa...

Se sentía frustrada, aturdida, sola, muy sola. Llevaba una racha de incidentes que no podía comprender. Se sentía desconectada de su ser, de su espiritualidad, una vez más. Algo había pasado allá adentro. 

 Después de un largo día, en el cual trató de hacer su vida y llevar su cotidianidad de la mejor manera, regresó a su apartamento. Al entrar, recordó que tenía que llamar a un plomero, lo había olvidado, la ducha estaba tapada otra vez. Aturdida por la crisis económica y harta de que pasaran cosas extrañas, por no decir malas; lloró, lloró con sentimiento, con tristeza, con frustración. Estaba cansada de luchar, de echar hacia adelante, de sonreír, para lograr que la vida diaria y su rutina fueran más amenas.  Cansada de no poder hacer nada, fumó un cigarrillo, leyó un libro de auto-ayuda y se acostó a dormir una siesta.  Al despertar se sentía peor, "¿estaré deprimida?" se preguntó.  Entró al baño y recordó la ducha tapada. La gotera que salía de la mezcladora y que caía sobre el estanque, sobre ese pozo de agua turbia, daban fe de lo que sucedía allá adentro, ¡glup!,¡glup! Volvió a sentir deseos de llorar. Se recompuso, contestó varios mensajes, rechazó varias invitaciones y decidió ir al gimnasio, por segunda vez ese día.

Tomaría el tren, eran las cinco de la tarde de un miércoles, allá para 2008. Eligió hacer algo diferente,  pues dicen que sólo obtienes resultados distintos cuando cambias los estilos.  Allá fue Marcela, se pertrechó de llaves, celular, dinero y "lipstick"; "antes muerta que sencilla", pensó.  Llegó a la estación del tren, esperó por un rato y por fin pudo montarse a un vagón repleto de seres humanos. Durante la trayectoria, observó (con los años se había vuelto mejor observadora) las caras de las personas dentro del vagón: "¡Wow! qué muchas mujeres", se dijo. Escuchó en silencio las conversaciones a su alrededor; una señora contaba sobre la planificación de la boda de su hija, otra contaba sobre la orden de protección que había solicitado contra un hijo. Todas hablaban sobre sus historias, sobre su alegría, sobre sus tragedias personales.  Marcela pensó en la vida otra vez, en su tragedia personal, y se dio cuenta de que la suya era la rutina, el aburrimiento.

Se bajó del tren y caminó hacia su destino, mientras hablaba por el celu con su amiga Beatriz, conversaban sobre lo que le estaba pasando. De pronto, mientras cruzaba por debajo el puente, notó que en la calle, justo al lado de la acera por la que pasaría, había un enorme charco de aguas negras, charco que algunos carros pisaban, creando una  enorme ola de mierda. Se acercó y decidió correr para evitar que la mojaran. Corrió, y mientras corría escuchó un carro acercarse y también acelerar, justo cuando cruzaba por el lado del charco y dijo; "¡fuck...me va a mojar!". Aceleró el paso y allí en el centro, allá justito ¡Splash!, la ola sobre ella, un tsunami de mierda. No podía ser peor, toda mojada; pelo, boca, orejas, cara, celular, ropa, medias, tenis, todo. Le dijo a Beatriz, mientras reía y lloraba simultáneamente: "No lo puedo creer, estoy toda mojada de mierda". Beatriz rió también y le dijo: "Tranquila amiga, lo peor ya pasó, tocaste fondo, no se puede bajar más..."

Por fin llegó a su destino, fue al baño, se lavó un poco, se quitó con asco la mierda de la cara, del pelo y las orejas, le contó a conocidos su experiencia y buscó la manera más amena y jocosa de superar el incidente, tomó una clase y se divirtió como pudo, la pasó bien. Al terminar, fue a buscar sus pertenencias y el celular estaba apagado, se había dañado por el tsunami: "¿qué más puede pasar?...soy una calamidad",  pensó.

El viaje de regreso, en tren, fue más simpático. Se montó en el vagón con dos tipos que no conocía. Estaba cansada y agobiada, ya sólo pudo observar.  Irónicamente se sentía liviana, sin ganas de pelear, ni de luchar, se dejó llevar y observó el paisaje de regreso a casa. Pensó en la vida, en las cosas que pasan, en cómo se desenvuelven los sucesos de la vida, en el lugar al cual llegamos mientras nos resistimos a aceptar que no controlamos nada, cantó una vieja canción de Pablo Milanés; El breve espacio en que no estás, y recordó un viejo amor.  Llegó a su vecindario, habló con algunos vecinos y por fin, entró en su apartamento.  Se desnudó en la cocina, lavó la ropa en el fregadero, llamó al plomero y subió a bañarse. Miró la ducha, sintió asco pero igual entró, se bañó rápido, se restregó la mierda, se vistió, fumó mariguana y se acostó a dormir.

Esa noche, reconoció, al fin, que la vida es una rueda en constante movimiento. Entendió que la rueda gira para que no te quedes estancado, como el agua en la ducha. Comprendió que hasta que no reconoces y aceptas el cambio que está llegando, la vida te aprisiona y te asfixia con el fin de que te muevas, ¿hacia dónde? hacia el infinito.

Así, Marcela, decidió no resistirse más, decidió aceptar el ahora aunque no lo entendiese, decidió vivir con intensidad aunque, literalmente, le cayera la mierda encima. No lloró más, estaba esperimentando la vida, de esto se trata vivir...

Mara