Agonía
―Lo que
indica la patología es que removimos un tumor maligno del lado izquierdo de sus
cuerdas vocales. Los ganglios linfáticos, cercanos al tumor, que también fueron
extirpados, salieron positivos a cáncer. Por esta razón, es probable que aparezcan
malignidades en otras áreas de su cuerpo ―dijo el cirujano sin inmutarse.
Sentado en su
escritorio, cruzó los dedos de ambas manos frente a él y añadió con
indiferencia:
―Rebeca, esto
cambia el panorama. En casos como este, el tratamiento solo extiende la vida.
Un sabor a
vómito se le alojó justo donde le habían sacado el tumor. Tragó con dificultad,
mas no pudo llorar ni preguntar nada.
Había entrado
al quirófano pensando que, tras la operación, su vida continuaría, que tendría
tiempo para cumplir sus sueños. Tres semanas después, aquel hombre, sin un
ápice de compasión la sentenció a muerte. Salió angustiada de la oficina del
médico, perturbada al enterarse, sin saber qué hacer.
Se paró
frente al ascensor, lo marcó y al abrir estaba vacío. Se subió.
Me voy a
morir. Ya no se trata de ocultar la operación, ahora debo decidir si les digo a
los que me quieren que me queda poco tiempo de vida y que de nada sirve
tratarme. No quiero tener personas llamando y ofreciéndose para cuidarme ni
nadie que me cuestione si debo recibir tratamiento o no.
Observaba los
números del ascensor en descenso cuando se detuvo en el tercer piso. Se
subió un hombre joven que la saludó. Rebeca solo sonrió, le dolía demasiado la
garganta para hablar.
¿Cuánto
durará este martirio? ¿Me encamaré y llenaré de llagas? ¿Me quedaré calva si me
trato? ¿Recuperaré la voz? ¿Crecerá una bola en mi garganta y no podré tragar?
Salió y aceleró
el pasó. Miles de preguntas invadían su mente. Estaba desconcertada. No sabía hacia
dónde iba.
Su alma se estremecía
de tristeza y dolor. Se detuvo e inhaló.
Recomponte,
bloquea.
Llegó hasta
el estacionamiento donde la esperaba Lisa, la enfermera que la cuidaba desde que
la operaron. Se acercó a la ventanilla del automóvil y le dijo:
―Vete, voy a
regresar caminando.
―Pero ¿qué te
dijo el médico? ―preguntó con urgencia―. Rebeca, aún estás débil. No puedo
dejarte sola.
―Vete, por
favor ―añadió con voz ronca.
―¿Te espero
en la casa?
―No, ya no te
necesitaré. Gracias infinitas.
La enfermera
se dio cuenta de que algo más ocurría, aunque no se atrevió a cuestionarla. Tocó
su mano derecha con compasión y se marchó.
Es una trampa
del destino, una mala jugada ¡Maldita sea! Adelanté mi jubilación porque tras
la muerte de Roberto, hace cinco años, pensé que esa era la lección que tenía
que aprender: soltar el afán por el dinero, disfrutarme la vida y ser feliz.
Divagaba
mientras caminaba sin rumbo por las calles de Condado.
***
Dos meses
antes Rebeca perdió la voz casi en su totalidad. Preocupada fue al médico. Después
de muchos exámenes encontraron que tenía un tumor maligno en las cuerdas
vocales. Le dijeron que era pequeño y que como había sido atendido con premura
no debía tener graves consecuencias. Decidieron extirparlo y hacer las
patologías pertinentes para decidir los próximos pasos.
Pensó que sería
algo que podría resolver sola, por lo que decidió no decir nada. Quería evitar
preocupaciones y que se le metieran en la casa e invadieran su espacio.
Prefiero
estar sola y que me atienda un particular al que no le deba nada. Solo necesito
una enfermera que me acompañe y lleve a citas médicas mientras convalezco.
Manejó la
situación con ecuanimidad. Organizó en silencio cada detalle de su recuperación,
sin que ninguno de sus seres queridos sospechara nada.
Decidió
llamar una compañía dedicada a cuidar pacientes en el hogar.
―No pueden
venir a mi casa vestidas de enfermeras ni con nada que pueda parecerles extraño
a los vecinos y amigos de la comunidad. ―Levantó las cejas y tragó con
dificultad mientras escuchaba a la persona con la que hablaba por teléfono―. No
tengo familiares a quien notificar en caso de emergencia. Puedo darles un número
de teléfono que solo podrán utilizar en caso de que muera. Escriba eso, por
favor. ―Carraspeó―. Es el número de un primo materno. Se llama Antonio Vega. Apunte,
939-420-0001. Él sabrá qué hacer… Perfecto. Muchas gracias.
Se hizo su
voluntad. Le asignaron a Lisa, una enfermera graduada de unos cuarenta años que
la atendió como solicitó. Su convalecencia duró poco tiempo. No tuvo
complicaciones.
Los vecinos no
sospecharon de su encierro porque, aunque todos la conocían, no era de estar compartiendo
ni de salir con frecuencia.
Cuando sus
amigos le preguntaron por su ronquera les explicó que el médico había dicho que
se le habían atrofiado las cuerdas vocales del lado izquierdo y que recibiría
terapia. No dejó que nadie la visitara.
***
Se acercó al
mar, porque no quería regresar aún a la casa. Recordó cómo eran ella y Roberto
cuando fueron felices, los sitios que visitaban recién casados, los paseos por
esas mismas calles que recorría ahora, las sonrisas, el amor. Se dio cuenta de
que cada paso que daba la llevaba al pasado, a los recuerdos, justo ahora que
conectaba con su muerte.
En voz baja,
comenzó a cantar una canción que se le cruzó por la mente:
“Scattered pictures of the smile we left
behind
Smiles we gave to one another
For the way we were
Can it be that it was all so simple then
Or has time rewritten every line
If we had the chance to do it all again,
Tel me, Would we? Could we?
Mem’ries may be beautiful and yet…”
Rebeca solo
cantaba cuando alguna emoción no resuelta la invadía por dentro. Recordaba
canciones que la ayudaban a conectar con su dolor y, tal vez, entenderlo.
***
A los
cincuenta años y tras la muerte de su esposo, Rebeca vendió su bufete de
abogados a María, su socia y amiga. Había ahorrado suficiente como para vivir
con comodidad y libertad. Había heredado de sus padres una fortuna y de Roberto,
la casa en la que se crio. Un antiguo edificio en Viejo San Juan, que fue la
vivienda de ambos cuando se casaron. Meses antes de morir, se aseguró de poner
la propiedad a nombre de ella.
La casa del Viejo
San Juan quedaba en la Calle San Francisco, colindaba con la entrada trasera de
La Fortaleza. Rebeca adoraba la energía de aquel lugar, los techos altos, las
terrazas, el patio interior, las habitaciones, los ladrillos y las
antigüedades. Cada detalle contaba una historia. Por eso, después de que se
retiró, también vendió la casa de Guaynabo.
Ilusionada,
regresó al Viejo San Juan y se instaló en el hogar donde único fue feliz en su
adultez.
***
Tarareó la canción
mientras miraba el mar. Canturreó otras y, con cada una, accedió a algún
momento de su vida.
Esa vida que
parecía escapársele.
Se le oscureció
el alma. Sintió el pecho apretado y una profunda melancolía.
Se sentó en
la arena y observó el vaivén de las olas.
¡Ay, Roberto!
¿Cuánto te amé?
Reflexionó
sobre la felicidad, la soledad, la tristeza y también sobre la muerte.
Regresó a su
casa y al llegar se quitó el pañuelo que tenía anudado al cuello para que no se
viera la cicatriz. Descansó un rato. Se bañó y cepilló su cabellera, se hizo
una cola de caballo y se vistió de nuevo. Buscó en su móvil el contacto de Angélica,
la maestra de yoga que hablaba de los chakras. Le escribió un mensaje de texto,
porque al hablar le dolía la garganta. La muchacha le contestó que aquella tarde
ofrecería una clase en el patio cercano a El Morro. Se escribieron durante un
rato.
A las cinco
de la tarde caminó hacia el castillo. Llevaba una camisa blanca sin mangas, con
cuello de tortuga para tapar la cicatriz, unos pantalones que alguna vez trajo
de Tailandia y unas sandalias en cuero. Cuando llegó ya la clase había comenzado.
Los asistentes estaban sentados sobre el piso, miraban hacia el castillo
mientras la maestra hablaba.
La saludó con
un movimiento de cabeza y se acomodó sobre la hierba en el lado izquierdo para
escucharla con claridad.
―…el chakra
del corazón es el que separa el cuerpo material del espiritual, es unión, lo
rige el sacramento del matrimonio, es de color verde. Hoy, nos enfocaremos en el
chakra de la garganta, el de la comunicación, que es de color azul turquesa. El
sacramento que lo rige es el de la confesión. Se cierra cuando no expresamos
nuestra verdad ni quienes somos ―explicó Angélica.
Una vez más, Rebeca
se perdió en sus pensamientos:
Comunicación,
confesión. Con razón tengo cáncer en la garganta. Por quedarme callada tanto
tiempo, por no expresar la indignación ni el dolor, tampoco la tristeza. Creé
un personaje que evitó mostrar el sufrimiento. Me tragué la rabia, la
frustración y aquí está, transformada en cáncer. Y ahora, ni siquiera tengo el
valor para decírselo a nadie.
Suspiró
entristecida.
Permaneció
sentada un rato. Escuchó un joven que tocaba el violín, pero antes de que terminará
la clase, se marchó. Caminó hacia el Cementerio Nacional, desde allí despidió
la tarde.
Mientras veía
el sol caer, vívidos recuerdos la invadieron: se vio fregando en la cocina de
la casa de Guaynabo a la que se mudó con Roberto para hacer una familia. Con
los años, la relación entre ellos se marchitó: por dejadez, por compromisos,
por cansancio, por hastío. Un día se dio cuenta de que aquella casa, por más
que se esforzaron, siempre estuvo vacía, como ella.
Adolorida regresó al presente, al atardecer. Miró
el cementerio y lo sintió como un augurio.
En su cabeza,
escuchó la melodía que le hizo comprender que ya no amaba a su marido, que no
había nada que hacer. Comenzó a canturrear la melodía que, alguna vez, le
mostró el fin de la esperanza y del amor:
“Y ahora ves,
lo que pasó al fin nació
Al pasar de
los años
El tremendo cansancio
que provoco yo en ti”.
Guardó
silencio y un suspiro se le escapó.
Resentí no
poder parir, pero más resentí no sentirme amada y valorada por ti. ¿Qué nos
faltaba? Nos faltó la pasión para seguir enamorados. Se nos murieron las ganas.
No tuve el valor para marcharme, para encontrar otro amor. Después enfermaste. Ahora
estoy aquí, marchita, más enferma que tú y sin saber qué hacer.
A pesar del
dolor continuó cantando la misma melodía, porque el alma le dolía más:
“Por mi parte
esperaba
Que un día el
tiempo se hiciera cargo del fin
Si así no
hubiera sido
Yo habría
seguido jugando hacerte feliz
Y aunque el
llanto es amargo piensa en los años
Que tienes
para vivir
Que mi dolor
no es menos y lo peor
Es que ya no
puedo sentir…”
La canción
fue ahogada por sus lágrimas. Dejó salir toda la tristeza que cargó por años.
Lloró por el desamor, por la falta de valentía para marcharse, por pasarse la
vida buscando el amor y la aceptación. Lloró con desconsuelo.
Aún con el
rostro bañado en lágrimas, tocó su garganta.
No seré una
carga ni me expondré a ningún tratamiento, aunque ya ni sé qué es lo correcto.
Quizá deba hablar con el primo Antonio, porque si el cáncer me dio por callar, a
lo mejor esta es una oportunidad para sanar, aunque sea algo.
Desesperanzada
se levantó y caminó hacia su casa. Observó las sombras de la noche, los
faroles, los adoquines, La Rogativa, La Puerta de San Juan. Se acercó al mar y miró
el paisaje como si lo viese por última vez.
Aquella noche
durmió desnuda en el patio interior de la casa.
La despertó
la claridad del amanecer y el gorjear de las aves.
Vio sus
plantas, un gato que caminaba por el alero, las palomas sobre los cables.
Caminó por el
pasillo hasta el baño.
Aún desnuda,
se acercó al lavamanos, lo llenó de agua, enjabonó sus manos y sus antebrazos
como lo hacía su padre cuando era niña.
Se vio observándolo,
mirando embelesada sus velludos brazos llenos de espuma. Sintió la alegría de
aquellos días cuando él aún la amaba. Lo esperaba con ansias. Entusiasmada lo
acompañaba a asearse. Entonces la llenaba de besos y abrazos, era feliz. Después
todo cambió.
Papi fue mi
primer amor, también el primer hombre que me rompió el corazón.
Dentro de sí,
escuchó otra triste melodía.
Se miró al
espejo, vio la cicatriz en su cuello, sus ojos sin brillo.
Una vez más,
cantó a pesar del dolor:
“Al fin la
tristeza es la muerte lenta
de las
simples cosas
Esas cosas
simples que quedan doliendo en el corazón
Uno vuelve
siempre
A los viejos
sitios en que amó la vida
Y entonces
comprende
Como están de
ausentes las cosas queridas
Por eso,
muchacho, no partas ahora soñando el regreso
Que el amor
es simple
Y a las cosas
simples las devora el tiempo…”
Con la canción
regresó el desconsuelo y volvió a llorar.
Se secó los
brazos y el rostro.
Imagino que no
supo qué hacer ni cómo tratarme cuando fui creciendo. Me rechazó tantas veces. Necesité
tanto su presencia.
Se miró al
espejo. Melancólica, vio su delgadez, sus senos aún redondos, la línea rosada
en su garganta y la tristeza en su rostro.
Me pasé la
vida buscando en los hombres el amor que Papá me negó. Con razón tuve tantos
desengaños y desaciertos antes de Roberto. Por eso me aferré a él y he sido tan
cobarde tras su muerte.
Pasó la
mañana sin saber qué hacer. Intentó llamar a Antonio, pero no se atrevió. Caminó
por la casa. La recogió, aunque estaba ordenada. Observó cada detalle. Sintió
nostalgia. Se sentó en el patio interior. Vio las palomas revolotear.
Lloró.
Durante la tarde,
decidió bañarse y escuchar música. Caminó hacia el baño y se metió bajo la
ducha. Se bañó con agua fría. Volvió a lavar su cabello.
Al salir secó
su cuerpo, amarró una toalla a su cabellera y secó la cicatriz en su garganta. Sintió
dolor. El mismo dolor que sentía cuando era adolescente y no lloraba, el mismo
que sintió cuando no pudo parir y cuando dejó de amar a Roberto. El mismo desconsuelo
de siempre. Era una bola de angustia que se alojaba en su cuello, que no la
dejaba tragar y que ahora se había convertido en cáncer.
Sí, llamaré a
Antonio, él va a comprender y guardará el secreto.
Se quitó la
toalla de la cabeza, y comenzó a cepillarse con fuerza.
Mejor no lo
llamo, no merece sufrir por mí.
Otra vez se
miró al espejo y vio la desesperanza reflejada es su rostro.
Dejó suelta su
cabellera larga y canosa. Aún desnuda caminó hasta la sala y se paró frente al
tocadiscos Grundig, el mueble que perteneció a los padres de Roberto. El que
trajeron de Alemania después de la Guerra de Korea.
El Grundig,
como ellos lo llamaban ¡Ay, los recuerdos!
Era un mueble
rectangular en color madera oscura. Sacó algunos portarretratos que se
encontraban sobre este y abrió la tapa de la derecha. Adentro había discos de
diferentes artistas, buscó los que llevaba recordando desde el día anterior.
Miró las portadas y sonrió con nostalgia. Los colocó sobre una butaca en
madera, tapizada en terciopelo color aguacate, que estaba al lado derecho del Grundig.
Levantó la tapa del lado izquierdo y subió el brazo del tocadiscos. Tomó el
primer disco que estaba sobre la butaca y lo puso sobre el plato giratorio. Se acercó
a la carátula vacía y encontró la canción que buscaba. Acomodó la aguja sobre
la tercera línea de estrías en el vinilo.
Recogió del
piso uno de los portarretratos con la foto de un hombre alto de pelo oscuro.
Pasó un dedo sobre el cristal y sonrió.
La melodía la
remontó a otro recuerdo.
Conoció a
Andrés nueve meses después de la muerte de Roberto. Aquel hombre le devolvió la
ilusión y las ganas de vivir. Sin embargo, también activó sus miedos.
Sentí terror
al saberme correspondida. ¡Ay, Andrés! Aún recuerdo tus besos, tu calidez.
Dejó de verlo
sin darle explicaciones, temerosa de que la convenciera.
Lo dejé ir, porque
no quería que se convirtiera en otra historia de desamor. Ahora ya es tarde. ¡Qué
necia fui!
Parada frente
al tocadiscos y abrazada a la foto de Andrés, tarareó la canción mientras la
escuchaba.
Estoy tan
sola y vacía.
Suspiró
mientras colocaba la foto sobre el Grundig.
Como un
autómata se dirigió hacia la cocina. Abrió la botella de vino que compró antes
de la operación. Se sirvió una copa y la llenó hasta la mitad. Regresó a la
sala y la colocó sobre una mesita que estaba entre el tocadiscos y la butaca.
Esta es mi
agonía y no la compartiré. Nadie merece sufrir por otro.
Caminó a su
habitación, abrió el clóset y, del interior, sacó una caja de zapatos negra con
tapa roja. La abrió, miró lo que había adentro y volvió a taparla. La llevó
hasta la sala y la colocó en el piso, al lado de la mesita sobre la que estaba
la copa de vino y la butaca en terciopelo.
Regresó a su
habitación. Buscó entre su ropa un vestido de fiesta que usó cuando era joven,
era largo y sensual en color fucsia. Se lo puso, arregló su cabello y se quedó
descalza. Caminó hasta la sala. Volvió a escuchar la canción que había puesto
antes.
―¿Quién habrá dicho que las lágrimas son la última
sonrisa de un amor que se marcha? ―musitó―. ¿Por qué no me arriesgué a ser
feliz?
Levantó la
aguja del tocadiscos. Sacó el vinilo, lo puso al lado. Agarró el más
melancólico de los que colocó sobre la butaca. Subió el volumen. Acomodó la
aguja en la cuarta ranura y esperó.
Primero tarareó
la canción y luego, levantó la voz a pesar del dolor en la garganta. Levantó la
foto de Andrés y cantó con emoción:
“Hoy viene a mí la
damisela soledad
Con pamela,
impertinentes y botón
De amapola en el oleaje
de sus vuelos
Hoy, la voluble
señorita es amistad
Y acaricia finamente el
corazón
Con su más delgado pétalo
de hielo
Por eso hoy
Oh, melancolía, señora
del tiempo
Beso que retorna como
el mar
Oh, melancolía, rosa
del aliento
Dime, quién me puede
amar”
Mientras cantaba se movía por la habitación como si bailara, abrazada al portarretratos.
De pronto, se
detuvo entre el tocadiscos y la butaca. Puso la foto sobre la mesita, agarró la
copa de vino, la acercó a su boca y la terminó de un sorbo. Después la dejó
caer y la vio romperse.
Se sentó en
la butaca y puso los discos sobre su falda. Los miró con lástima.
Recogió del
piso la caja negra de tapa roja y la puso también sobre ella. La abrió y, del
interior, sacó un revólver que le regaló su primo Antonio cuando se mudó a la
casa en el Viejo San Juan.
―Esto es para
que te protejas ahora que estás sola ―dijo imitando una voz masculina.
Como si
alguna vez hubiese estado acompañada.
Miró el arma
con detenimiento. Era una pieza tan hermosa como amenazante. Era pesada. Tenía
un cañón corto cromado, con la empuñadora en color marrón. Abrió con dificultad
el tambor, vio las seis balas en su interior. Rozó con sutileza el gatillo y
ninguna emoción la alteró.
Tomó el revólver con la mano derecha y lo acercó
a su garganta. Lo acomodó al lado derecho de su cuello, donde terminaba la
cicatriz, muy cerca de la carótida. Aún pegado a su piel, apuntó el cañón hacia
arriba. Levantó un poco la cabeza e inhaló profundo.
De pronto, un
sonido secó asustó las palomas sobre el tendido eléctrico.
FIN
Canciones:
The Way We Were popularizada por Barbra Streisand
https://www.youtube.com/watch?v=ifWOSnoCS0M&list=PLj7qijkbC1M71dtZiAlJz0Vgte_6KAEvH&index=3
Para vivir de Pablo Milanés
https://www.youtube.com/watch?v=pa7ilwAcecw
Canción de las simples cosas versión de Mercedes Sosa
https://www.youtube.com/watch?v=fXvz4bkQRZI
Inoportuna de Jorge Drexler
https://www.youtube.com/watch?v=yiSJq4r2wZ0
Oh, melancolía de Silvio Rodríguez
https://www.youtube.com/watch?v=MBMeGfaY-cA