jueves, 6 de octubre de 2022

 

Agonía

―Lo que indica la patología es que removimos un tumor maligno del lado izquierdo de sus cuerdas vocales. Los ganglios linfáticos, cercanos al tumor, que también fueron extirpados, salieron positivos a cáncer. Por esta razón, es probable que aparezcan malignidades en otras áreas de su cuerpo ―dijo el cirujano sin inmutarse.

Sentado en su escritorio, cruzó los dedos de ambas manos frente a él y añadió con indiferencia:

―Rebeca, esto cambia el panorama. En casos como este, el tratamiento solo extiende la vida.

Un sabor a vómito se le alojó justo donde le habían sacado el tumor. Tragó con dificultad, mas no pudo llorar ni preguntar nada.

Había entrado al quirófano pensando que, tras la operación, su vida continuaría, que tendría tiempo para cumplir sus sueños. Tres semanas después, aquel hombre, sin un ápice de compasión la sentenció a muerte. Salió angustiada de la oficina del médico, perturbada al enterarse, sin saber qué hacer.

Se paró frente al ascensor, lo marcó y al abrir estaba vacío. Se subió.

Me voy a morir. Ya no se trata de ocultar la operación, ahora debo decidir si les digo a los que me quieren que me queda poco tiempo de vida y que de nada sirve tratarme. No quiero tener personas llamando y ofreciéndose para cuidarme ni nadie que me cuestione si debo recibir tratamiento o no.

Observaba los números del ascensor en descenso cuando se detuvo en el tercer piso. Se subió un hombre joven que la saludó. Rebeca solo sonrió, le dolía demasiado la garganta para hablar.

¿Cuánto durará este martirio? ¿Me encamaré y llenaré de llagas? ¿Me quedaré calva si me trato? ¿Recuperaré la voz? ¿Crecerá una bola en mi garganta y no podré tragar?

Salió y aceleró el pasó. Miles de preguntas invadían su mente. Estaba desconcertada. No sabía hacia dónde iba.  

Su alma se estremecía de tristeza y dolor. Se detuvo e inhaló.

Recomponte, bloquea.

Llegó hasta el estacionamiento donde la esperaba Lisa, la enfermera que la cuidaba desde que la operaron. Se acercó a la ventanilla del automóvil y le dijo:

―Vete, voy a regresar caminando.

―Pero ¿qué te dijo el médico? ―preguntó con urgencia―. Rebeca, aún estás débil. No puedo dejarte sola.

―Vete, por favor ―añadió con voz ronca.

―¿Te espero en la casa?

―No, ya no te necesitaré. Gracias infinitas.

La enfermera se dio cuenta de que algo más ocurría, aunque no se atrevió a cuestionarla. Tocó su mano derecha con compasión y se marchó.

Es una trampa del destino, una mala jugada ¡Maldita sea! Adelanté mi jubilación porque tras la muerte de Roberto, hace cinco años, pensé que esa era la lección que tenía que aprender: soltar el afán por el dinero, disfrutarme la vida y ser feliz.

Divagaba mientras caminaba sin rumbo por las calles de Condado.

***

Dos meses antes Rebeca perdió la voz casi en su totalidad. Preocupada fue al médico. Después de muchos exámenes encontraron que tenía un tumor maligno en las cuerdas vocales. Le dijeron que era pequeño y que como había sido atendido con premura no debía tener graves consecuencias. Decidieron extirparlo y hacer las patologías pertinentes para decidir los próximos pasos.

Pensó que sería algo que podría resolver sola, por lo que decidió no decir nada. Quería evitar preocupaciones y que se le metieran en la casa e invadieran su espacio.

Prefiero estar sola y que me atienda un particular al que no le deba nada. Solo necesito una enfermera que me acompañe y lleve a citas médicas mientras convalezco.

Manejó la situación con ecuanimidad. Organizó en silencio cada detalle de su recuperación, sin que ninguno de sus seres queridos sospechara nada.

Decidió llamar una compañía dedicada a cuidar pacientes en el hogar.

―No pueden venir a mi casa vestidas de enfermeras ni con nada que pueda parecerles extraño a los vecinos y amigos de la comunidad. ―Levantó las cejas y tragó con dificultad mientras escuchaba a la persona con la que hablaba por teléfono―. No tengo familiares a quien notificar en caso de emergencia. Puedo darles un número de teléfono que solo podrán utilizar en caso de que muera. Escriba eso, por favor. ―Carraspeó―. Es el número de un primo materno. Se llama Antonio Vega. Apunte, 939-420-0001. Él sabrá qué hacer… Perfecto. Muchas gracias.

Se hizo su voluntad. Le asignaron a Lisa, una enfermera graduada de unos cuarenta años que la atendió como solicitó. Su convalecencia duró poco tiempo. No tuvo complicaciones.

Los vecinos no sospecharon de su encierro porque, aunque todos la conocían, no era de estar compartiendo ni de salir con frecuencia.

Cuando sus amigos le preguntaron por su ronquera les explicó que el médico había dicho que se le habían atrofiado las cuerdas vocales del lado izquierdo y que recibiría terapia. No dejó que nadie la visitara.

***

Se acercó al mar, porque no quería regresar aún a la casa. Recordó cómo eran ella y Roberto cuando fueron felices, los sitios que visitaban recién casados, los paseos por esas mismas calles que recorría ahora, las sonrisas, el amor. Se dio cuenta de que cada paso que daba la llevaba al pasado, a los recuerdos, justo ahora que conectaba con su muerte.

En voz baja, comenzó a cantar una canción que se le cruzó por la mente:

“Scattered pictures of the smile we left behind

Smiles we gave to one another

For the way we were

Can it be that it was all so simple then

Or has time rewritten every line

If we had the chance to do it all again,

Tel me, Would we? Could we?

Mem’ries may be beautiful and yet…”

 

Rebeca solo cantaba cuando alguna emoción no resuelta la invadía por dentro. Recordaba canciones que la ayudaban a conectar con su dolor y, tal vez, entenderlo.

***

A los cincuenta años y tras la muerte de su esposo, Rebeca vendió su bufete de abogados a María, su socia y amiga. Había ahorrado suficiente como para vivir con comodidad y libertad. Había heredado de sus padres una fortuna y de Roberto, la casa en la que se crio. Un antiguo edificio en Viejo San Juan, que fue la vivienda de ambos cuando se casaron. Meses antes de morir, se aseguró de poner la propiedad a nombre de ella.

La casa del Viejo San Juan quedaba en la Calle San Francisco, colindaba con la entrada trasera de La Fortaleza. Rebeca adoraba la energía de aquel lugar, los techos altos, las terrazas, el patio interior, las habitaciones, los ladrillos y las antigüedades. Cada detalle contaba una historia. Por eso, después de que se retiró, también vendió la casa de Guaynabo.

Ilusionada, regresó al Viejo San Juan y se instaló en el hogar donde único fue feliz en su adultez.

***

Tarareó la canción mientras miraba el mar. Canturreó otras y, con cada una, accedió a algún momento de su vida.

Esa vida que parecía escapársele.

Se le oscureció el alma. Sintió el pecho apretado y una profunda melancolía.

Se sentó en la arena y observó el vaivén de las olas.

¡Ay, Roberto! ¿Cuánto te amé?

Reflexionó sobre la felicidad, la soledad, la tristeza y también sobre la muerte.

Regresó a su casa y al llegar se quitó el pañuelo que tenía anudado al cuello para que no se viera la cicatriz. Descansó un rato. Se bañó y cepilló su cabellera, se hizo una cola de caballo y se vistió de nuevo. Buscó en su móvil el contacto de Angélica, la maestra de yoga que hablaba de los chakras. Le escribió un mensaje de texto, porque al hablar le dolía la garganta. La muchacha le contestó que aquella tarde ofrecería una clase en el patio cercano a El Morro. Se escribieron durante un rato.

A las cinco de la tarde caminó hacia el castillo. Llevaba una camisa blanca sin mangas, con cuello de tortuga para tapar la cicatriz, unos pantalones que alguna vez trajo de Tailandia y unas sandalias en cuero. Cuando llegó ya la clase había comenzado. Los asistentes estaban sentados sobre el piso, miraban hacia el castillo mientras la maestra hablaba.

La saludó con un movimiento de cabeza y se acomodó sobre la hierba en el lado izquierdo para escucharla con claridad.

―…el chakra del corazón es el que separa el cuerpo material del espiritual, es unión, lo rige el sacramento del matrimonio, es de color verde. Hoy, nos enfocaremos en el chakra de la garganta, el de la comunicación, que es de color azul turquesa. El sacramento que lo rige es el de la confesión. Se cierra cuando no expresamos nuestra verdad ni quienes somos ―explicó Angélica.

Una vez más, Rebeca se perdió en sus pensamientos:

Comunicación, confesión. Con razón tengo cáncer en la garganta. Por quedarme callada tanto tiempo, por no expresar la indignación ni el dolor, tampoco la tristeza. Creé un personaje que evitó mostrar el sufrimiento. Me tragué la rabia, la frustración y aquí está, transformada en cáncer. Y ahora, ni siquiera tengo el valor para decírselo a nadie.

Suspiró entristecida.

Permaneció sentada un rato. Escuchó un joven que tocaba el violín, pero antes de que terminará la clase, se marchó. Caminó hacia el Cementerio Nacional, desde allí despidió la tarde.

Mientras veía el sol caer, vívidos recuerdos la invadieron: se vio fregando en la cocina de la casa de Guaynabo a la que se mudó con Roberto para hacer una familia. Con los años, la relación entre ellos se marchitó: por dejadez, por compromisos, por cansancio, por hastío. Un día se dio cuenta de que aquella casa, por más que se esforzaron, siempre estuvo vacía, como ella.

 Adolorida regresó al presente, al atardecer. Miró el cementerio y lo sintió como un augurio.

En su cabeza, escuchó la melodía que le hizo comprender que ya no amaba a su marido, que no había nada que hacer. Comenzó a canturrear la melodía que, alguna vez, le mostró el fin de la esperanza y del amor:

“Y ahora ves, lo que pasó al fin nació

Al pasar de los años

El tremendo cansancio que provoco yo en ti”.

 

Guardó silencio y un suspiro se le escapó.

Resentí no poder parir, pero más resentí no sentirme amada y valorada por ti. ¿Qué nos faltaba? Nos faltó la pasión para seguir enamorados. Se nos murieron las ganas. No tuve el valor para marcharme, para encontrar otro amor. Después enfermaste. Ahora estoy aquí, marchita, más enferma que tú y sin saber qué hacer.

A pesar del dolor continuó cantando la misma melodía, porque el alma le dolía más:

“Por mi parte esperaba

Que un día el tiempo se hiciera cargo del fin

Si así no hubiera sido

Yo habría seguido jugando hacerte feliz

Y aunque el llanto es amargo piensa en los años

Que tienes para vivir

Que mi dolor no es menos y lo peor

Es que ya no puedo sentir…”

 

La canción fue ahogada por sus lágrimas. Dejó salir toda la tristeza que cargó por años. Lloró por el desamor, por la falta de valentía para marcharse, por pasarse la vida buscando el amor y la aceptación. Lloró con desconsuelo.

Aún con el rostro bañado en lágrimas, tocó su garganta.

No seré una carga ni me expondré a ningún tratamiento, aunque ya ni sé qué es lo correcto. Quizá deba hablar con el primo Antonio, porque si el cáncer me dio por callar, a lo mejor esta es una oportunidad para sanar, aunque sea algo.

Desesperanzada se levantó y caminó hacia su casa. Observó las sombras de la noche, los faroles, los adoquines, La Rogativa, La Puerta de San Juan. Se acercó al mar y miró el paisaje como si lo viese por última vez.

Aquella noche durmió desnuda en el patio interior de la casa.

La despertó la claridad del amanecer y el gorjear de las aves.

Vio sus plantas, un gato que caminaba por el alero, las palomas sobre los cables.

Caminó por el pasillo hasta el baño.

Aún desnuda, se acercó al lavamanos, lo llenó de agua, enjabonó sus manos y sus antebrazos como lo hacía su padre cuando era niña.

Se vio observándolo, mirando embelesada sus velludos brazos llenos de espuma. Sintió la alegría de aquellos días cuando él aún la amaba. Lo esperaba con ansias. Entusiasmada lo acompañaba a asearse. Entonces la llenaba de besos y abrazos, era feliz. Después todo cambió.

Papi fue mi primer amor, también el primer hombre que me rompió el corazón.  

Dentro de sí, escuchó otra triste melodía.

Se miró al espejo, vio la cicatriz en su cuello, sus ojos sin brillo.

Una vez más, cantó a pesar del dolor:

“Al fin la tristeza es la muerte lenta

de las simples cosas

Esas cosas simples que quedan doliendo en el corazón

Uno vuelve siempre

A los viejos sitios en que amó la vida

Y entonces comprende

Como están de ausentes las cosas queridas

Por eso, muchacho, no partas ahora soñando el regreso

Que el amor es simple

Y a las cosas simples las devora el tiempo…”

 

Con la canción regresó el desconsuelo y volvió a llorar.

Se secó los brazos y el rostro.

Imagino que no supo qué hacer ni cómo tratarme cuando fui creciendo. Me rechazó tantas veces. Necesité tanto su presencia.

Se miró al espejo. Melancólica, vio su delgadez, sus senos aún redondos, la línea rosada en su garganta y la tristeza en su rostro.

Me pasé la vida buscando en los hombres el amor que Papá me negó. Con razón tuve tantos desengaños y desaciertos antes de Roberto. Por eso me aferré a él y he sido tan cobarde tras su muerte.

Pasó la mañana sin saber qué hacer. Intentó llamar a Antonio, pero no se atrevió. Caminó por la casa. La recogió, aunque estaba ordenada. Observó cada detalle. Sintió nostalgia. Se sentó en el patio interior. Vio las palomas revolotear.

Lloró.

Durante la tarde, decidió bañarse y escuchar música. Caminó hacia el baño y se metió bajo la ducha. Se bañó con agua fría. Volvió a lavar su cabello.

Al salir secó su cuerpo, amarró una toalla a su cabellera y secó la cicatriz en su garganta. Sintió dolor. El mismo dolor que sentía cuando era adolescente y no lloraba, el mismo que sintió cuando no pudo parir y cuando dejó de amar a Roberto. El mismo desconsuelo de siempre. Era una bola de angustia que se alojaba en su cuello, que no la dejaba tragar y que ahora se había convertido en cáncer.

Sí, llamaré a Antonio, él va a comprender y guardará el secreto.

Se quitó la toalla de la cabeza, y comenzó a cepillarse con fuerza.

Mejor no lo llamo, no merece sufrir por mí.

Otra vez se miró al espejo y vio la desesperanza reflejada es su rostro.

Dejó suelta su cabellera larga y canosa. Aún desnuda caminó hasta la sala y se paró frente al tocadiscos Grundig, el mueble que perteneció a los padres de Roberto. El que trajeron de Alemania después de la Guerra de Korea.

El Grundig, como ellos lo llamaban ¡Ay, los recuerdos!

Era un mueble rectangular en color madera oscura. Sacó algunos portarretratos que se encontraban sobre este y abrió la tapa de la derecha. Adentro había discos de diferentes artistas, buscó los que llevaba recordando desde el día anterior. Miró las portadas y sonrió con nostalgia. Los colocó sobre una butaca en madera, tapizada en terciopelo color aguacate, que estaba al lado derecho del Grundig. Levantó la tapa del lado izquierdo y subió el brazo del tocadiscos. Tomó el primer disco que estaba sobre la butaca y lo puso sobre el plato giratorio. Se acercó a la carátula vacía y encontró la canción que buscaba. Acomodó la aguja sobre la tercera línea de estrías en el vinilo.

Recogió del piso uno de los portarretratos con la foto de un hombre alto de pelo oscuro. Pasó un dedo sobre el cristal y sonrió.

La melodía la remontó a otro recuerdo.

Conoció a Andrés nueve meses después de la muerte de Roberto. Aquel hombre le devolvió la ilusión y las ganas de vivir. Sin embargo, también activó sus miedos.

Sentí terror al saberme correspondida. ¡Ay, Andrés! Aún recuerdo tus besos, tu calidez.

Dejó de verlo sin darle explicaciones, temerosa de que la convenciera.

Lo dejé ir, porque no quería que se convirtiera en otra historia de desamor. Ahora ya es tarde. ¡Qué necia fui!

Parada frente al tocadiscos y abrazada a la foto de Andrés, tarareó la canción mientras la escuchaba.

Estoy tan sola y vacía.

Suspiró mientras colocaba la foto sobre el Grundig.

Como un autómata se dirigió hacia la cocina. Abrió la botella de vino que compró antes de la operación. Se sirvió una copa y la llenó hasta la mitad. Regresó a la sala y la colocó sobre una mesita que estaba entre el tocadiscos y la butaca.

Esta es mi agonía y no la compartiré. Nadie merece sufrir por otro.

Caminó a su habitación, abrió el clóset y, del interior, sacó una caja de zapatos negra con tapa roja. La abrió, miró lo que había adentro y volvió a taparla. La llevó hasta la sala y la colocó en el piso, al lado de la mesita sobre la que estaba la copa de vino y la butaca en terciopelo.

Regresó a su habitación. Buscó entre su ropa un vestido de fiesta que usó cuando era joven, era largo y sensual en color fucsia. Se lo puso, arregló su cabello y se quedó descalza. Caminó hasta la sala. Volvió a escuchar la canción que había puesto antes.

¿Quién habrá dicho que las lágrimas son la última sonrisa de un amor que se marcha? ―musitó―. ¿Por qué no me arriesgué a ser feliz?

Levantó la aguja del tocadiscos. Sacó el vinilo, lo puso al lado. Agarró el más melancólico de los que colocó sobre la butaca. Subió el volumen. Acomodó la aguja en la cuarta ranura y esperó.

Primero tarareó la canción y luego, levantó la voz a pesar del dolor en la garganta. Levantó la foto de Andrés y cantó con emoción:

“Hoy viene a mí la damisela soledad

Con pamela, impertinentes y botón

De amapola en el oleaje de sus vuelos

Hoy, la voluble señorita es amistad

Y acaricia finamente el corazón

Con su más delgado pétalo de hielo

Por eso hoy

Oh, melancolía, señora del tiempo

Beso que retorna como el mar

Oh, melancolía, rosa del aliento

Dime, quién me puede amar”

 

Mientras cantaba se movía por la habitación como si bailara, abrazada al portarretratos.

De pronto, se detuvo entre el tocadiscos y la butaca. Puso la foto sobre la mesita, agarró la copa de vino, la acercó a su boca y la terminó de un sorbo. Después la dejó caer y la vio romperse.

Se sentó en la butaca y puso los discos sobre su falda. Los miró con lástima.

Recogió del piso la caja negra de tapa roja y la puso también sobre ella. La abrió y, del interior, sacó un revólver que le regaló su primo Antonio cuando se mudó a la casa en el Viejo San Juan.

―Esto es para que te protejas ahora que estás sola ―dijo imitando una voz masculina.

Como si alguna vez hubiese estado acompañada.

Miró el arma con detenimiento. Era una pieza tan hermosa como amenazante. Era pesada. Tenía un cañón corto cromado, con la empuñadora en color marrón. Abrió con dificultad el tambor, vio las seis balas en su interior. Rozó con sutileza el gatillo y ninguna emoción la alteró.

 Tomó el revólver con la mano derecha y lo acercó a su garganta. Lo acomodó al lado derecho de su cuello, donde terminaba la cicatriz, muy cerca de la carótida. Aún pegado a su piel, apuntó el cañón hacia arriba. Levantó un poco la cabeza e inhaló profundo.

De pronto, un sonido secó asustó las palomas sobre el tendido eléctrico.

FIN


Canciones:

The Way We Were popularizada por Barbra Streisand

https://www.youtube.com/watch?v=ifWOSnoCS0M&list=PLj7qijkbC1M71dtZiAlJz0Vgte_6KAEvH&index=3

Para vivir de Pablo Milanés

https://www.youtube.com/watch?v=pa7ilwAcecw

Canción de las simples cosas versión de Mercedes Sosa

https://www.youtube.com/watch?v=fXvz4bkQRZI

Inoportuna de Jorge Drexler

https://www.youtube.com/watch?v=yiSJq4r2wZ0

Oh, melancolía de Silvio Rodríguez

https://www.youtube.com/watch?v=MBMeGfaY-cA

 

 


jueves, 15 de octubre de 2020

Duele menos...



Me llamo Andrea y me mataron en Río Piedras.

Es sábado y llego caminando hasta el pueblo. Son tiempos de pandemia y desde que comenzó todo, evito estar en espacios cerrados. Sin embargo, para estos días estar en la calle tampoco es buena idea porque nos están matando. Me refiero a que nos están quitando la vida física porque a mi edad ya nos han matado por dentro y vuelto a matar, pero de eso hablamos más adelante.

Camino hacia el Paseo de Diego, recuerdo el lugar lleno de vida y de transeúntes. Recuerdo cuando me sentaba en algún banco del centro del pasillo, a mirar hacia las casas que estaban arriba de los comercios. Me fascinaba su arquitectura e inventarme historias sobre los que allí vivían. Eran otros tiempos.

Recién cumplí cuarenta años, tengo un hijo de veintidós que se llama Josué, como su abuelo. Vivimos es Hyde Park en la casa de mis padres y se me hace muy fácil caminar hasta aquí, además es muy temprano y quiero visitar las librerías y ver si consigo una novela que me interesa leer, de un autor que me gusta mucho.

Me siento en uno de esos bancos en el centro del pasillo, pero el pueblo está desierto; todo está cerrado y hay grafiti por todas partes, también deambulantes y tecatos dormidos aún por ahí. Hoy estoy tranquila, y me gusta, porque hay días que me pongo ansiosa y asustadiza y no puedo quedarme en ningún lugar y debo regresar a la casa. Mi sicóloga dice que es por un trauma de la infancia: cuando intentaron secuestrarme a los ocho años, pero esa es otra historia.

Sentada en el banco recuerdo momentos de mi vida, observo lo que ocurre alrededor y veo la decadencia que me rodea. De repente, un olor particular arroja sobre mí un vagón de recuerdos: de súbito, de sopetón, como llega todo a mi vida. Huele a sopa de pollo.
Me veo cocinando, preparando el caldo con esmero pues esa es la base de la sopa. Tengo una bata color naranja y me seco el sudor con la manga de esta. Es domingo y todos los domingos cocino para Él; sopa de pollo, siempre sopa de pollo. Porque con Él, los días se repiten cual imágenes frente a un espejo. Josué es casi adolescente y llevo siete años haciendo sopa de pollo todos los domingos.

Sonrío un poco al pensar en lo perseverante que he sido. Nunca traté tanto de que funcionara una relación, nunca le puse a nada tanto empeño. Quizás por eso es que sé que morimos muchas veces sin que se nos muera el cuerpo físico. Nunca debemos tratar tanto.

Sigo sudada y con la bata naranja. Él es médico y siempre está ocupado o en guardias. Cuando está en la casa se encierra en su oficina a trabajar, pero yo sé que lo que hace es hablar con mujeres; jóvenes y no tan jóvenes. En los últimos tiempos alterna entre Instagram, para las jovencitas y Facebook, para las doñitas como yo. Se siente invencible e importante pero a pesar de esto me enamoro, me seduce su inteligencia y que parece un buen hombre.

Nos mudamos juntos y poco a poco se han ido desvelando frente a mí los pequeños grandes defectos, que se multiplican conforme lo voy conociendo. Pero como ya saben, nos enseñan a hacernos las tontas desde pequeñas; es como único conservamos alguna relación de pareja en una sociedad patriarcal como esta y entre tanta misoginia.

A veces busco sus cuentas en las redes sociales, para confirmar lo que sospecho; veo sus insinuaciones a otras mujeres en las redes, comentarios que jamás haría frente a mí (porque frente a mí es sobrio y muy frío). Hasta creo que a lo mejor se encuentra con alguna, durante las supuestas guardias, ya no sé. Con el tiempo se va descuidando, se vuelve descarado porque piensa que no me doy cuenta. Se la pasa merodeando mujeres, es todo un depredador. Se va convirtiendo en un desconocido, pero no le digo nada. Ese domingo entro a su oficina y al entrar veo en la pantalla la foto de una mujer. Él, al verme cambia de pantalla sutilmente y yo no digo nada, no quiero hacer preguntas, ya no. Además, para esos días…

Solo le digo que la comida está lista y me retiro, llevándome la imagen que vi en la pantalla, pero en silencio.

Llega a la cocina y se sirve la sopa, se sienta frente a mí en la misma posición de siempre, uno frente al otro. Estoy sentada en la silla de siempre, con la bata color naranja de los domingos y con aquella tristeza que me carcome el alma. Sé que Él no me quiere, solo lo acompaño en lo que le llega algo mejor, se cree merecedor de algo mejor, sonrío en silencio. Estoy muerta por dentro entre tanto desamor, por eso les digo que morimos muchas veces antes de que muera nuestro cuerpo físico.

Algo me regresa a la realidad, siento que me toman por el pelo, me halan con fuerza. Es tan inesperado que no puedo reaccionar. Creo que me están metiendo una cuchilla por el costado derecho porque algo me hinca. Estoy aterrorizada porque siento alfileres que me recorren el cuerpo y esta presión en el pecho que nos da cuando estamos asustadas. No puedo gritar, acaban de taparme la boca, me arrastran hacia un carro que está estacionado cerca, en la Ponce de León. No hay nadie en la calle, está tan vacía como al principio. Trato de forcejear un poco, pero recuerdo cuando mi primer marido me dijo: “Tú eres fuerte, el día que te vayan a hacer daño te van a meter un puño en la cara para dejarte inconsciente y ahí estarás perdida, sé inteligente”.

Dejo de resistirme, pero sé que después que esté montada en el carro me van a matar. El carro arranca y me llevan, pasamos por las librerías y por la universidad. Estoy medio acostada en el asiento de atrás, con un tipo a mi lado que tiene el cuerpo caliente y maloliente. No puedo llorar, solo estoy aterrorizada viendo mi vida pasar por enfrente de mí; inconclusa e irresoluta.

Son dos tipos y el que está montado conmigo es el que tiene la cuchilla o el arma blanca, no sé nada de armas. El de enfrente empieza a hablar: “Te lo vamos a meter, lo sabes. Yo estoy bien bellaco y él también. ¿Quieres que filmemos lo que te hacemos para que tu familia tenga un recuerdo tuyo, jodía puta? La doñita de Hyde Park, te estábamos velando y te pajeaste, cabrona”. Siento el odio en sus palabras, y no entiendo por qué está ocurriendo, que no sea por vicio, por maldad. Reconozco el que está conmigo en el asiento de atrás: es el muchachito que trabajaba en la farmacia, que tenía cara de pendejo, pero al que le veía a través de sus ojitos achinados toda la perturbación que encerraba, sabía que era un mal nacido.

Sé que me van a matar, apestan a alcohol y el de enfrente tiene una botella de cerveza en la mano derecha y una pipa de crack. El que está a mi lado tiene la boca hedionda, está muy cerca y muevo la cabeza porque siento asco: “No me rechaces cabrona porque igual te voy a meter el bicho en la boca antes de matarte, te lo voy a seguir metiendo mientras agonizas para que te vayas bien llenita de mí pal otro lado”.

Lo escupo y le pido que me mate, lo provoco para que acabe pronto la tortura, porque esta muerte no puede ser peor que las otras, no quiero esperar a sentir que además me violan y me humillan. Juré que nunca más dejaría que me maltratasen. ¡Maldita sea!

Me muerde la mejilla izquierda, duele. Lo tengo casi sobre mí, no puedo moverme, se me escapa un grito adolorido, pero nadie me oye. No estamos lejos de donde me secuestraron, todo pasa de prisa. El de enfrente le dice que lo coja suave y que no me mate, que quiere metérmelo viva: “Esta cabrona me está retando, avanza”, le dice el muchachito.

El carro se detiene. El de enfrente se baja y se monta en la parte de atrás. Me sientan y puedo ver dónde estamos. Seguimos en el barrio, es el estacionamiento frente a un colmado en Río Piedras. Estamos entre vagones y nadie nos verá, porque ese colmado es de gente adventista y no abre los sábados. Ni siquiera vendrán los feligreses que dejan sus carros allí para ir a la iglesia evangélica que está del otro lado de la calle. Ellos conocen dónde están, y cómo se vive aquí, este también es su barrio.

Trato de forcejear un poco pero eso intensifica la tortura, me golpeo contra la ventanilla y sobre el mordisco en la mejilla izquierda, vuelvo a gritar. Me tocan y me arrancan la ropa. Me toquetean y me besuquean el cuerpo. El muchachito me sube sobre él y me penetra. Duele. El otro está por detrás, intentando sodomizarme pero trato de zafarme. Son cuatro manos y dos bocas sobre mí; siento asco y dolor. Tengo el ritmo acelerado y la respiración entrecortada, esta vez no es un ataque de pánico, es terror.

Me llegan imágenes de otras muertes, y el recuerdo de la relación con Él. Esta duele menos: veo mi rostro hinchado por el llanto, recuerdo los desaires, los regaños, el desamor y mi incapacidad para salir de allí. El segundo me penetra por detrás, me embiste con fuerza, grito, se me desgarra el cuerpo. Ya no puedo salir de allí, estoy atrapada entre dos cuerpos amorfos y sudados. El de atrás me lame el cuello mientras jadea.

Me rindo, dejo que ocurra, esta muerte no es peor que las otras.

El filo de la cuchilla entra por mi axila izquierda, cerca del corazón y siento que me perfora; duele, pero no tanto. Siento sus risas mientras la sangre caliente me moja el costado, baja y lo baña todo.

Sé que no puedo escapar y que me estoy muriendo, pero esta vez duele menos…

Mara

martes, 11 de agosto de 2020

La sorpresa...

Su pasión por la música lo lleva cada noche a La Casa de la Trova, un local en Baracoa donde a diario se forman rumbones que son atractivos tanto para los lugareños como para los turistas que visitan Guantánamo. Toca cualquier instrumento, pero prefiere la percusión, porque los sonidos del tambor le recuerdan el sonido de la tierra y a sus ancestros. Durante el día, es chofer de Servicio Especial de Taxi, trabajo que le paga el salario con el que puede mantener a Miosotis y al niñito de 7 años. Conduce el auto #13, desde que comenzó a trabajar para la compañía hace 10 años. Ser chofer le mantiene moviéndose por la isla: conoce personas, tiene contactos, compra productos de contrabando y tiene mujeres por diferentes provincias.

Ese lunes por la tarde le informaron que el viernes recogería a tres turistas en la calle Beneficencia, que sería su guía y que las llevaría de Guantánamo hasta La Habana: “¡Acere! Tráete algún cambio de uniforme que estarás con ellas como dos semanas y son unas niñas ricas de Miami. Estás de suerte, Don Ernesto pidió que fueses tú quien las llevara”.

Martica llegó a La Habana para asistir al funeral de la tía Yoyita, Georgina Travieso García. La enviaron sus padres que estaban por Europa cuando murió. Tan pronto le dijeron a Martica que iría a Cuba, convirtió el viaje en una vacación. Le dijeron, que después del funeral viajaría a Guantánamo para saludar y acompañar unos días a la tía Marcia; hermana de la difunta Yoyita, y de su papá, Arturo Travieso y que luego, regresaría de vuelta a Miami. Martica pidió permiso para invitar dos amigas: Ángela, también hija de cubanos y Heather, hija de norteamericanos. Preguntó si podrían regresar en coche desde Guantánamo hasta La Habana y así, conocer la isla: “Óyeme, solo podrás quedarte tres semanas, así que organízate y sé juiciosa. Llama a la compañía de Servicio Especial de Taxi y procura a Don Ernesto. Le dices que eres mi hija, él te dará un chofer responsable y serio”, le dijo Arturo (con marcado acento cubano).

El viernes temprano, Toni llegó a la calle Beneficencia. Frente a la casa de Marcia Travieso, estaban las tres mujeres que lo esperaban: con grandes sombreros de paja, vestiditos floreados y sandalias tropicales (como si se fuesen de safari). Se despidieron de la tía con abrazos efusivos y movimientos de manos, se montaron al auto riendo a carcajadas y la tía, se persignó antes de entrar.

Martica se montó en el asiento delantero con el chofer y Ángela y Heather detrás. Martica y Ángela, hablaban español y Heather, solo sonreía porque no entendía nada, por lo que las otras dos estaban obligadas a hablarle en inglés; pero Toni no le tenía miedo a nada y menos, a no saber otro idioma.

Acomodó el cristal retrovisor y se encontró con las piernotas de Ángela, quien tenía la voluptuosidad distintiva de las mujeres caribeñas. Ella lo vio mirarla y le sonrió. Martica, que estaba sentada en el asiento al lado del chofer, lo miró de reojo y vio su pelo ensortijado debajo de un gorro parecido al de los policías, bigote y barba oscura. Era alto, delgado y tenía una pulsera de cuentas amarillas y verdes en su muñeca derecha. A través de su camisa blanca, que no tenía varios botones, pudo notar su pecho velludo. Tenía un pantalón de poliéster azul marino, y entre las piernas, notó un bulto interesante, que le erizó el cuerpo. Una vez Toni comenzó a manejar, Martica se volteó hacia sus amigas para contarle lo que había notado. Habló muy rápido en inglés, y aunque Toni no entendió nada, por las carcajadas, pudo intuir que se trataba de él.

Iban de provincia en provincia, pernoctando en hostales y comiendo en paladares. La experiencia tenía un efecto magnificador en aquellas jóvenes, no solo por el esplendoroso paisaje sino porque estaban fascinadas con la isla y con aquel hombre que las tenía como encantadas con su voz, sus historias inventadas y aquel cuerpo alto, delgado, velludo y sudado, del cual emanaba una peste seductora que las hacía humedecerse.

Así pasaron los días, pero la noche antes de llegar a La Habana, Toni intercambió unos cigarros por dos botellas de ron. Las llevó hasta el Hostal de Gloria y después de cenar, las invitó a su habitación para beber de su ron. Encontró una guitarra que Gloria tenía por algún rincón, y entre tragos de ron, les cantó canciones de Silvio, que ellas no conocían. Cuando ya estaban borrachos, sugirió a las muchachas que se besaran entre ellas, y para su sorpresa, le siguieron el juego. En poco tiempo, Toni tenía a Heather arrodillada entre sus piernas, a la Martica comiéndole la boca y a Ángela comiéndose a Martica. Una orgía que nunca antes habría soñado hacer realidad.

Todo pasaba muy rápido; de pronto se intercambiaban y tenía en la boca a Heather, que a su vez se comía a Ángela, mientras Martica se le sentaba en la entrepierna. Todos sus sentidos estaban alerta ante lo que ocurría, todo su cuerpo estaba recibiendo algún estímulo. Las lenguas, la humedad, los sonidos; miraba, escuchaba, tocaba, olía, comía. Las tres eran distintas, cada seno, cada textura, cada olor, cada sabor. Ellas lo recibían extasiadas por su virilidad y hombría, como si fuese un ser imaginario: con fauces, velludo, de sonidos guturales y manos grandes. Les agarraba los senos con firmeza, les apretaba las nalgas dejándole marcas, les halaba el pelo y las penetraba con fuerza. Martica se comía a Heather mientras él la penetraba, y a su vez, Angela se comía a Martica y él, sólo evitaba venirse y que se acabara la magia de aquella locura. Entre pausas, tomaba algún sorbo de ron para apaciguar la urgencia, pero no pasaba mucho tiempo hasta que volvía a querer penetrar alguna de aquellas tres, que disfrutaban de aquel momento. Así pasaron la noche, entre jadeos, humedad, sudor y orgasmos.

En la mañana, Toni despertó primero, con resaca, pero sonreído ante el recuerdo, rodeado de tres mujeres desnudas. Sintió la cama moverse y era Martica que sin nada de pudor se le acercó, lo besó y comenzó a masturbarlo, se sentó en su cara, mientras las otras dormían. Volvieron a retozar como la noche antes, hasta que las otras dos se sumaron nuevamente a la orgía, dándose placer entre ellas y usando al chofer como objeto. Ninguno se quejó ni resintió nada.

Aquella tarde, Toni las despidió en el aeropuerto de La Habana. Entre besos de agradecimiento y algo de lujuria, Martica le dijo que no olvidara buscar en la guantera del #13.

Al llegar al auto, se sentó a pensar un poco en todo lo que había ocurrido, buscó en la guantera y allí, encontró $1000 y una nota que decía: Por los servicios prestados, Gracias. Sonrió sorprendido y esa tarde, de camino a Guantánamo, aunque extenuado, descubrió su verdadera vocación…

 Mara

domingo, 17 de febrero de 2019

Los viernes...

Todos los viernes regresaba a casa durante el almuerzo. Había terminado la semana y ya no tendría que volver a salir, no tenía a dónde ir. En los últimos años se había aislado tanto que ya no tenía amigos cercanos, ni amores casuales: sólo conocidos con los cuales compartía durante el día, en entornos protegidos e impersonales. Desde su casa, cada tarde de viernes, volvía a encontrarse con la oscuridad.

El ritual era siempre el mismo. Aunque, para aquellos años había sofisticado el proceso y no tenía de quién esconderse en su propio hogar. Ahora la acompañaba el señor gato, su soledad, su cotidianidad, la rutina y su cuerda locura. El espacio era todo de ella, en perfecto orden y sin presencias ausentes.

Los jueves, planificaba lo que comería el próximo día. El día en que se daba permiso para rendirse al placer de comer todo lo que se le antojaba. Comer todo lo que se le antojaba era comer siempre lo mismo. Su vida era un círculo rutinario y repetitivo que comenzaba en el momento que planificaba el ritual. Se entretenía pensando en la manera como se premiaría por haber superado una semana más; sin grandes agravios, sin situaciones que lamentar y que activasen, de alguna manera, su dolor. Aquel dolor añoso del cual conocía poco pero que la consumía, lentamente. Aquel dolor, que la mantenía aislada.

Todos los viernes, se rellenaba el cuerpo como una piñata. Se llenaba de comida porque no tenía nada más de qué llenarse, porque no se tenía a ella y porque el mero acto de atarugarse, cumplía con un doble propósito: calmar su ansiedad, y aplastar la tristeza y el vacío. Algunos de los tantos demonios que la perseguían en silencio.

Salía de trabajar temprano, cerca de la hora del almuerzo. Se dirigía casi siempre al mismo lugar y compraba comida para varias personas. Varias personas que eran ella misma desdoblada, fragmentada, sabrá Dios en cuántas otras. Compraba comida y también, media pinta de helado de fresa. Alquilaba alguna película o muchas, de esas que te hacen pensar. Entonces comenzaba el fin de semana, otro fin de semana que pasaba, entre atracones y purgas.

Se manejaba todo en estricto orden. La estructura y el orden le daban la falsa sensación de control. La sensación de que no todo estaba perdido, de que controlaba algo. Todo en orden, su vida en orden, los detalles, la casa, la manera como cuidaba su cuerpo físico, lo que entraba en éste, lo que salía y cómo salía.

Acomodaba la comida en un plato grande, guardaba el helado de fresa en el congelador para que se endureciera y así, comerlo lentamente, como lo requería el ritual en su cabeza. Además, no tomaba ningún líquido. A secas le cabía más comida. Prendía la tele, el DVD y justo cuando aparecían las imágenes comenzaba la ceremonia. Todo el proceso empezaba simultáneamente, como un baile, una coreografía: Arroz, carne; carne, arroz, una y otra vez. Dejaba algún espacio para el helado, que ya debía estar en su punto dentro del congelador.

Cuando llegaba a esa parte, a la del helado, comenzaba otra etapa dentro de aquella ceremonia decadente. Se lo comía poco a poco. Disfrutaba del frío en su boca, de la textura, del sabor a leche y fresa, de la grasa en sus labios y cuando ya no le cabía nada más, detenía la película. Buscaba agua y se la tomaba toda, hasta que casi no podía respirar. Entonces ya estaba lista.

Con el abdomen inflado llegaba hasta el inodoro, se acomodaba en una posición conocida y practicada por años, levantaba la tapa y acercaba la cabeza a la tasa. Detestaba salpicarse o que alguien escuchara sus arqueadas. Se metía a la boca dos dedos de la mano derecha, aunque era zurda y vomitaba en silencio, aunque allí no hubiese nadie de quién esconderse, que no fuera de ella misma.

El vómito salía, abundantemente. Como si estuviese poseída por algún ser malévolo y a través de un exorcismo lo estuviesen expulsando de su cuerpo, en profundas arqueadas. Vomitaba hasta que ya no quedaba nada. Sin asco o emoción alguna, bajaba la cadena y lo veía irse, hacia la oscuridad.

Después de vomitar no se miraba al espejo. Caminaba cabizbaja hacia el lavamanos. Se lavaba los dientes para aplacar la amargura en su boca, pues sólo desde allí podía calmar aquel agrio sabor que le quemaba el alma. También se lavaba el rostro con agua fría, para quitarse un poco la hinchazón de la cara y los ganglios inflamados. Volvía a lavarse los dientes para evitar que el ácido le corroyese aún más la dentadura. Amargura y corrosión en sus dientes, en su garganta, en su alma, en su ser. Se castigaba por no ser lo suficientemente buena, ni linda, ni aplicada, ni humilde (como su hermana), ni obediente, ni sumisa (como su madre), ni femenina, ni delicada, ni ingenua.

Pasó años en aquel ritual semanal, quizá demasiado tiempo. Sin mirar lo que, verdaderamente, ocurría en su interior, sin compartirlo con nadie. Era su secreto, el secreto mejor guardado.

Su vida oscilaba entre, matarse de hambre durante la semana y dos días de purga continua: “Siempre en orden, en control, en silencio.”, pensaba. Disciplina y rigurosidad, odio, culpa, soledad, la verdad detrás de todo y el silencio, mucho silencio.

En ocasiones, se daba la oportunidad para indagar, superficialmente, sobre aquel asunto que detestaba, pero del que no podía escapar. El asunto que controlaba, verdaderamente, su vida. Aquel asunto que le daba vergüenza reconocer porque mostraba su debilidad, y odiaba ser débil. Aquello que la hundía en una profunda miseria y soledad, lo que la mantenía alejada de todo y de todos. Lo que la mantenía dando vueltas en círculos: inerte, quieta, muerta en vida.

Era adicta, se había convertido en una “yunkie” de vomitar y ya no sabía cómo salir de allí. Era el infierno, su infierno. Un infierno del que conocía muy poco porque no quería averiguar su origen y porque, además, había construido un mundo paralelo donde era la protagonista de una historia, completamente distinta y falsa. Una historia que sólo ella creía.

Un mundo paralelo en el que vivía una guerrera poderosa, hermosa, fuerte y sensual, rápida de mente y ágil de palabra. Capaz de vencerlo todo. Una guerrera que no sentía miedo ni dolor y que era invulnerable, impenetrable y firme. Una guerrera saludable y disciplinada. Desde aquel mundo irreal e inventado, se sentía protegida y en control. Sin embargo, en aquel lugar sólo podía sobrevivir en soledad y aislamiento.

Con el tiempo, aquel mundo paralelo se fue debilitando y cada día, experimentaba diferentes episodios de una cordura dolorosa que la obligaba a indagar un poco entre las hendijas por donde, en ocasiones, atravesaba la luz. No le gustaba lo que veía cuando entraba allí. Se sacudía en poco tiempo y salía de aquella oscuridad. Iba a la nevera, buscaba algo de comer como recompensa o castigo y después, lo vomitaba todo. Regresaba al lugar cómodo que ya conocía, donde todo estaba en orden.

Los pensamientos de insatisfacción continuaron atormentándola, ya no se sentía segura allí adentro, en su falso mundo. Algo que no tenía claro se empeñaba en hablarle. Le decía que debía salir del estancamiento y la decadencia, que debía salir del encierro, pero no sabía cómo.

De repente un día, comenzó a negociar con su mente y a imaginar lo que sucedería si por fin, dejase de vomitar. Sintió que se le aceleraba el pulso, que se le erizaba el cuerpo. Sintió miedo de perder el control, sintió pánico.

Así fue como una tarde de viernes, mientras preparaba todo: justo antes de atragantarse, como de costumbre, que pensó en los años que llevaba sola, encerrada y aislada. Pensó en el tiempo que había pasado sin que permitiese que algún ser se le acercara y le tocara el alma. Pensó en lo inaccesible que se había vuelto, en lo protegida que estaba y a la vez, pensó en el desamor.

Sus pensamientos se fueron volviendo cada vez más urgentes, tan urgentes como las ganas de romperse y volver a pegar los pedazos que servían, los fragmentos que aún podían salvarse y que eran parte de su esencia. A lo mejor, esta vez lo haría mejor.

Esa tarde, no sólo se confrontó con la soledad sino con el abandono, la desprotección y el desamor. Vio a un padre ausente en su presencia, un ser detestable y abusivo, que nunca demostró afecto. Vio una madre sumisa que nunca la protegió de los golpes de aquel señor que la había engendrado, porque tenía que protegerse de los mismos golpes. Vio la cara de los hombres que no supieron amarla, la cara de aquellos hombres que ni siquiera pudieron protegerla de sí misma. Sintió terror de que volviesen a lastimarla: como si en aquel momento no fuese su peor enemiga, como si no se estuviese matando.

Fue tan dolorosa la revelación que se le retorcieron las entrañas mas no las ganas de volver a atragantarse, como parte de aquel ritual infinito de gratificación y castigo. Regresó al inodoro y desde allí volvió a exorcizarse.

Al terminar, después de profundas y dolorosas arqueadas, lo dejó todo y por primera vez se miró en el espejo. Se vio los ojos brotados y los ganglios hinchados, se acercó un poco más y vio su boca babeada y amarga. Vio su mirada ausente. No había brillo en su piel y mucho menos en sus ojos. Inhalo profundamente, intentando tropezarse con algo, pero el aire entró en sus pulmones y la atravesó toda, como si allí no hubiese nada, sólo un cuerpo vacío.

Se miró a los ojos durante un largo rato, en silencio.

De repente, una profunda tristeza le atravesó el cuerpo y entonces, comenzó a llorar. Lloró con sentimiento, como lloran los niños, con desconsuelo y mientras sollozaba, repitió en voz alta: “Nadie te va a querer mientras te sigas matando, nadie te va a apreciar mientras no te aprecies y te respetes y te cuides y te ames y te perdones por haberte lastimado tanto y por permitir tantos golpes.”

Ese día, fue tan profundo el dolor, la tristeza y la compasión que sintió por sí misma, que de repente, se rompió en mil pedazos…


Mara