Todos los viernes regresaba a casa durante el almuerzo. Había terminado la semana y ya no tendría que volver a salir, no tenía a dónde ir. En los últimos años se había aislado tanto que ya no tenía amigos cercanos, ni amores casuales: sólo conocidos con los cuales compartía durante el día, en entornos protegidos e impersonales. Desde su casa, cada tarde de viernes, volvía a encontrarse con la oscuridad.
El ritual era siempre el mismo. Aunque, para aquellos años había sofisticado el proceso y no tenía de quién esconderse en su propio hogar. Ahora la acompañaba el señor gato, su soledad, su cotidianidad, la rutina y su cuerda locura. El espacio era todo de ella, en perfecto orden y sin presencias ausentes.
Los jueves, planificaba lo que comería el próximo día. El día en que se daba permiso para rendirse al placer de comer todo lo que se le antojaba. Comer todo lo que se le antojaba era comer siempre lo mismo. Su vida era un círculo rutinario y repetitivo que comenzaba en el momento que planificaba el ritual. Se entretenía pensando en la manera como se premiaría por haber superado una semana más; sin grandes agravios, sin situaciones que lamentar y que activasen, de alguna manera, su dolor. Aquel dolor añoso del cual conocía poco pero que la consumía, lentamente. Aquel dolor, que la mantenía aislada.
Todos los viernes, se rellenaba el cuerpo como una piñata. Se llenaba de comida porque no tenía nada más de qué llenarse, porque no se tenía a ella y porque el mero acto de atarugarse, cumplía con un doble propósito: calmar su ansiedad, y aplastar la tristeza y el vacío. Algunos de los tantos demonios que la perseguían en silencio.
Salía de trabajar temprano, cerca de la hora del almuerzo. Se dirigía casi siempre al mismo lugar y compraba comida para varias personas. Varias personas que eran ella misma desdoblada, fragmentada, sabrá Dios en cuántas otras. Compraba comida y también, media pinta de helado de fresa. Alquilaba alguna película o muchas, de esas que te hacen pensar. Entonces comenzaba el fin de semana, otro fin de semana que pasaba, entre atracones y purgas.
Se manejaba todo en estricto orden. La estructura y el orden le daban la falsa sensación de control. La sensación de que no todo estaba perdido, de que controlaba algo. Todo en orden, su vida en orden, los detalles, la casa, la manera como cuidaba su cuerpo físico, lo que entraba en éste, lo que salía y cómo salía.
Acomodaba la comida en un plato grande, guardaba el helado de fresa en el congelador para que se endureciera y así, comerlo lentamente, como lo requería el ritual en su cabeza. Además, no tomaba ningún líquido. A secas le cabía más comida. Prendía la tele, el DVD y justo cuando aparecían las imágenes comenzaba la ceremonia. Todo el proceso empezaba simultáneamente, como un baile, una coreografía: Arroz, carne; carne, arroz, una y otra vez. Dejaba algún espacio para el helado, que ya debía estar en su punto dentro del congelador.
Cuando llegaba a esa parte, a la del helado, comenzaba otra etapa dentro de aquella ceremonia decadente. Se lo comía poco a poco. Disfrutaba del frío en su boca, de la textura, del sabor a leche y fresa, de la grasa en sus labios y cuando ya no le cabía nada más, detenía la película. Buscaba agua y se la tomaba toda, hasta que casi no podía respirar. Entonces ya estaba lista.
Con el abdomen inflado llegaba hasta el inodoro, se acomodaba en una posición conocida y practicada por años, levantaba la tapa y acercaba la cabeza a la tasa. Detestaba salpicarse o que alguien escuchara sus arqueadas. Se metía a la boca dos dedos de la mano derecha, aunque era zurda y vomitaba en silencio, aunque allí no hubiese nadie de quién esconderse, que no fuera de ella misma.
El vómito salía, abundantemente. Como si estuviese poseída por algún ser malévolo y a través de un exorcismo lo estuviesen expulsando de su cuerpo, en profundas arqueadas. Vomitaba hasta que ya no quedaba nada. Sin asco o emoción alguna, bajaba la cadena y lo veía irse, hacia la oscuridad.
Después de vomitar no se miraba al espejo. Caminaba cabizbaja hacia el lavamanos. Se lavaba los dientes para aplacar la amargura en su boca, pues sólo desde allí podía calmar aquel agrio sabor que le quemaba el alma. También se lavaba el rostro con agua fría, para quitarse un poco la hinchazón de la cara y los ganglios inflamados. Volvía a lavarse los dientes para evitar que el ácido le corroyese aún más la dentadura. Amargura y corrosión en sus dientes, en su garganta, en su alma, en su ser. Se castigaba por no ser lo suficientemente buena, ni linda, ni aplicada, ni humilde (como su hermana), ni obediente, ni sumisa (como su madre), ni femenina, ni delicada, ni ingenua.
Pasó años en aquel ritual semanal, quizá demasiado tiempo. Sin mirar lo que, verdaderamente, ocurría en su interior, sin compartirlo con nadie. Era su secreto, el secreto mejor guardado.
Su vida oscilaba entre, matarse de hambre durante la semana y dos días de purga continua: “Siempre en orden, en control, en silencio.”, pensaba. Disciplina y rigurosidad, odio, culpa, soledad, la verdad detrás de todo y el silencio, mucho silencio.
En ocasiones, se daba la oportunidad para indagar, superficialmente, sobre aquel asunto que detestaba, pero del que no podía escapar. El asunto que controlaba, verdaderamente, su vida. Aquel asunto que le daba vergüenza reconocer porque mostraba su debilidad, y odiaba ser débil. Aquello que la hundía en una profunda miseria y soledad, lo que la mantenía alejada de todo y de todos. Lo que la mantenía dando vueltas en círculos: inerte, quieta, muerta en vida.
Era adicta, se había convertido en una “yunkie” de vomitar y ya no sabía cómo salir de allí. Era el infierno, su infierno. Un infierno del que conocía muy poco porque no quería averiguar su origen y porque, además, había construido un mundo paralelo donde era la protagonista de una historia, completamente distinta y falsa. Una historia que sólo ella creía.
Un mundo paralelo en el que vivía una guerrera poderosa, hermosa, fuerte y sensual, rápida de mente y ágil de palabra. Capaz de vencerlo todo. Una guerrera que no sentía miedo ni dolor y que era invulnerable, impenetrable y firme. Una guerrera saludable y disciplinada. Desde aquel mundo irreal e inventado, se sentía protegida y en control. Sin embargo, en aquel lugar sólo podía sobrevivir en soledad y aislamiento.
Con el tiempo, aquel mundo paralelo se fue debilitando y cada día, experimentaba diferentes episodios de una cordura dolorosa que la obligaba a indagar un poco entre las hendijas por donde, en ocasiones, atravesaba la luz. No le gustaba lo que veía cuando entraba allí. Se sacudía en poco tiempo y salía de aquella oscuridad. Iba a la nevera, buscaba algo de comer como recompensa o castigo y después, lo vomitaba todo. Regresaba al lugar cómodo que ya conocía, donde todo estaba en orden.
Los pensamientos de insatisfacción continuaron atormentándola, ya no se sentía segura allí adentro, en su falso mundo. Algo que no tenía claro se empeñaba en hablarle. Le decía que debía salir del estancamiento y la decadencia, que debía salir del encierro, pero no sabía cómo.
De repente un día, comenzó a negociar con su mente y a imaginar lo que sucedería si por fin, dejase de vomitar. Sintió que se le aceleraba el pulso, que se le erizaba el cuerpo. Sintió miedo de perder el control, sintió pánico.
Así fue como una tarde de viernes, mientras preparaba todo: justo antes de atragantarse, como de costumbre, que pensó en los años que llevaba sola, encerrada y aislada. Pensó en el tiempo que había pasado sin que permitiese que algún ser se le acercara y le tocara el alma. Pensó en lo inaccesible que se había vuelto, en lo protegida que estaba y a la vez, pensó en el desamor.
Sus pensamientos se fueron volviendo cada vez más urgentes, tan urgentes como las ganas de romperse y volver a pegar los pedazos que servían, los fragmentos que aún podían salvarse y que eran parte de su esencia. A lo mejor, esta vez lo haría mejor.
Esa tarde, no sólo se confrontó con la soledad sino con el abandono, la desprotección y el desamor. Vio a un padre ausente en su presencia, un ser detestable y abusivo, que nunca demostró afecto. Vio una madre sumisa que nunca la protegió de los golpes de aquel señor que la había engendrado, porque tenía que protegerse de los mismos golpes. Vio la cara de los hombres que no supieron amarla, la cara de aquellos hombres que ni siquiera pudieron protegerla de sí misma. Sintió terror de que volviesen a lastimarla: como si en aquel momento no fuese su peor enemiga, como si no se estuviese matando.
Fue tan dolorosa la revelación que se le retorcieron las entrañas mas no las ganas de volver a atragantarse, como parte de aquel ritual infinito de gratificación y castigo. Regresó al inodoro y desde allí volvió a exorcizarse.
Al terminar, después de profundas y dolorosas arqueadas, lo dejó todo y por primera vez se miró en el espejo. Se vio los ojos brotados y los ganglios hinchados, se acercó un poco más y vio su boca babeada y amarga. Vio su mirada ausente. No había brillo en su piel y mucho menos en sus ojos. Inhalo profundamente, intentando tropezarse con algo, pero el aire entró en sus pulmones y la atravesó toda, como si allí no hubiese nada, sólo un cuerpo vacío.
Se miró a los ojos durante un largo rato, en silencio.
De repente, una profunda tristeza le atravesó el cuerpo y entonces, comenzó a llorar. Lloró con sentimiento, como lloran los niños, con desconsuelo y mientras sollozaba, repitió en voz alta: “Nadie te va a querer mientras te sigas matando, nadie te va a apreciar mientras no te aprecies y te respetes y te cuides y te ames y te perdones por haberte lastimado tanto y por permitir tantos golpes.”
Ese día, fue tan profundo el dolor, la tristeza y la compasión que sintió por sí misma, que de repente, se rompió en mil pedazos…
Mara
Que triste. Conozco a varias personas que hacen lo mismo. Una en particular es una chica muy dulce. Se atraganta que no se cómo no explota. Pero dice que es flaca. Y no sigue consejos medicos.
ResponderBorrarMuy buena narración.Espanta su crudeza y realismo.
Comentario #3
ResponderBorrarRelato triste. Conozco mujeres así. Es trágico.