lunes, 2 de julio de 2018

Urgencia...

Alucinaba por el calor. Sentía que se le derretía el cerebro y también el cuerpo.

Mientras esperaba que llegara el tren, la mujer observaba y se imaginaba cosas. De esas bobadas que piensas cuando no tienes más opción que experimentar la quietud del que espera. De esas cosas que se te ocurren mientras inventas historias de la gente que tienes cerca pero que no conoces. De esas cosas que imaginas cuando tu ser no soporta la realidad que le abruma y decides transformar el entorno.

Aquella tarde, el aire era denso. Había una bruma espantosa, de esos polvos que llegan desde muy lejos y que ataponan la energía haciendo aún más inhóspito el espacio. Le sudaban los muslos, le sudaban las nalgas, le sudaba la espalda, la entre-teta, los sobacos y por supuesto, el culo.

Esperaba en la estación del tren, como todos los martes, como todos los días. Allí, como siempre, con el aire caliente metiéndosele por dentro y recordándole que estaba harta de vivir entre la podredumbre, el abandono, la pobreza y la decadencia. Estaba harta de tanto cemento, harta del calor, de la humedad y de aquella maldita ciudad estancada en la nada.

Sentía el sudor correrle por el cuerpo, por entre las tetas, por entre las nalgas, derecho abajo por los muslos pegados y mientras sentía la humedad bajarle por todas partes, también pensaba en su vida, en lo que le había tocado experimentar. Pensaba en la familia, en los amigos, pensaba en los hombres que se había cogido y en los que dejó pasar, pensaba en el amor y pensaba en que le había tocado estar allí en aquel momento asfixiante pero irrepetible en el tiempo. No sabía cuál era su propósito, si es que hubiese alguno. No sabía dónde iba su vida, si es que acaso se puede tener dirección en un lugar tan decadente y vacío, sin orden ni esperanza. Pensaba, sólo pensaba en cualquier cosa que se le cruzara por la mente, pensaba mientras esperaba que llegara el tren, pensaba mientras su cuerpo seguía empapándose de aquella humedad asfixiante y poco sensual pero a la vez erótica.

Detenida en el tiempo, paralizada por el calor, en aquella desesperada quietud, alucinaba con verlo llegar, alucinaba con sentir el sonido de los rieles, el ruido, el chirrido. Alucinaba y deseaba su presencia como se desea al amante que no llega. Alucinaba con poder entrar al tren, alucinaba con quedarse quieta y poder sentirle, finalmente. Quería que el aire frío la poseyera, que se le metiera por dentro, sin pedir permiso, como si fuese el amante que llega por sorpresa.

Cerró los ojos un instante y sintió que volaba. Entró al vagón, sintió el placer del contacto con el aire frío, sintió la quietud de su cuerpo mientras experimentaba cómo se le secaba el cuerpo poco a poco: la cara, el cuello, la espalda, la entre-teta, los muslos, la entrepierna y también el entre-culo y cuando comenzaba a acostumbrarse a la fresca sensación, el sonido de un grito la sacó del trance en que estaba: “¡Atención Atención! Acaba de ocurrir otro apagón general, tenemos que cerrar la estación, favor de desalojarla. Salgan con cuidado” ...


Mara

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