lunes, 9 de julio de 2018

El Socio...

Los domingos se levantaba temprano, se bañaba y se arreglaba el cabello. Se vestía con recato, pues a la iglesia se iba a orar y a buscar de Dios, pero tan pronto salía de allí, regresaba a su casa y se cambiaba de ropa. Tenía treinta y cinco años y le encantaba la fiesta mas debía ser discreta para no perder su reputación y las pocas oportunidades que le quedaban de conseguir marido. Casi todos los domingos, con excepción del de Ramos y el de Resurrección, al salir de misa le daban ganas de exorcizarse el cuerpo, en todos los sentidos. Con pocas amigas con quiénes salir a divertirse, encontraba en Alberto, su amigo de la infancia y eterno devoto, la compañía perfecta para irse de juerga.

Alberto iba a la misa sin saltarse un sólo día, ayudaba durante el servicio, repartía la ostia con el cura y se arrodillaba frente al altar con devoción. Tenía casi cuarenta años, era homosexual y todos lo sabían pero él era incapaz de salir del clóset y menos, contárselo a su familia. A él también le daban ganas de salir a divertirse los domingos después de la misa mañanera.

En aquel pueblito donde vivían, los prejuicios y el conservadurismo establecían la pauta de comportamiento y casi todos tenían una doble vida pero igual, iban a misa los domingos en la mañana. Casi todos, pertenecían a clubes sociales, iban a mortuorios, a bodas y bautizos, oraban por los enfermos y les encantaba presumir de ser acaudalados, tener vidas perfectas, sermonear y juzgar al prójimo. Razones de sobra para que los domingos después de la misa, Alberto e Inés, salieran a divertirse a pueblos distantes donde nadie los conociera. Siempre iban al mismo lugar, una lechonera alejada de la civilización y distante del pueblito de dónde venían.

Llegaban a El Socio cuando ya había pasado el revolú del almuerzo y después de haberse dado algunos tragos. Se acercaban a la fila de la comida para deleitarse la vista con los manjares que allí servían, y con los que servían la comida. Ocho hombres jóvenes y apuestos, listos para atender a los clientes que allí llegaban. Todo un despliegue de belleza tropical y caribeña: blancos, negros, trigueños, ojinegro, azul, verde, marrón, peli lacios, peli rizos, con afro, arrubiados o morenos, flacos, gordos, altos y bajitos. Algunos parecían gringos, otros españoles, otros árabes, todos lindos en su particularidad.

A Inés le gustaba Benito, el tipo del machete, el encargado de picar el lechón. Cargaba en su mano un machete corto, bastante afilado, con una cuchilla gruesa en la parte superior y más fina en su base, con cabo en madera del país. Benito no tenía más de veinte años, un muchacho joven y sin educación. Era muy blanco y medio rubio, tenía el pelo largo en un rabo de caballo, con ojos color ámbar, delgado, de baja estatura y con destreza en las manos como para manejar el machete con soltura, tanto que a Inés le parecía erótico.

Pensaba que nadie sabía lo que tenía con Benny, como le decían en El Socio, con el Machetero como ella lo llamaba cuando se la cogía. Se habían enredado desde hacía algunos meses. Imaginaba, que seguramente especulaban sobre ella y Alberto, creyéndolos pareja pero estaba segura de que nadie sabía que se entendía con Benito.

“Verdaderamente, ¿crees que nadie lo sabe? ¿Crees que a nadie le cuenta lo que tienen?”, le decía Alberto: “¡Si yo veo cómo se miran! De seguro, los demás también lo notan”. A Inés le indignaba un poco la suspicacia de Alberto, sobre todo que pusiera en duda la honestidad de Benito: “Nadie sabe, le he preguntado y él dice que nadie sabe, que es muy discreto y que no habla sobre sus cosas personales. Además, es casado y no le conviene que nadie lo sepa”.

Horas después de comer y beber con gusto, Inés recibió el esperado mensaje de texto. Miró el área de comida y el Machetero, había desaparecido. Leyó el mensaje y miró a Alberto. “Vengo ya mismo”, dijo con picardía. “Cabrona, no te tardes que aquí no hay nadie a quién mirar y la última vez, casi se hace de noche y me estaba comiendo un cable”, le dijo Alberto con marcado acento femenino. “¡Tranquilízate! Recuerda que yo también espero por ti cuando te vas en tus andanzas, no jodas”, dijo Inés y se marchó.

Ya había oscurecido y faltaba poco para que cerraran el negocio. Se había terminado el cerdo y Benito acababa su jornada. Inés salió del local y se acercó a un almacén, miró para todas partes y entró. Estaba inquieta. Aquello de encontrarse así, a escondidas, le daba un sustito ansioso, ese susto que a su vez acelera el pulso. Le daban palpitaciones sólo de pensar que se encontraría con el marchante macharrán. Se divertía al imaginar lo que la gente de la iglesia pensaría si se enterase de sus andanzas y de que no era tan casta e inocente como parecía.

“¿Estás aquí?”, murmuró con voz nerviosa al entrar. “Aquí”, dijo una voz masculina. Al mirar a su izquierda se encontró con el Machetero: descamisado y con el pantalón abierto, frotándose la entrepierna con suavidad. Lo miró, y se le acercó con urgencia, lo besó en la boca con ganas. Benito olía a grasa, olía a carbón, olía a campo. Olía a sudor y a horas de trabajo duro, pero eso no era suficiente disuasivo para que no le provocara ganas y morbo. No podía evitar grajeteárselo, toquetearle las nalgas pequeñas, el pecho enjuto y de poco vello, pegajoso. A él, por su parte, le gustaba su volumen, sus caderas desordenadas, su nalgatorio gigantesco, su montón de masa, sus tetas grandes. Le gustaba que le apretara la ropa, los mahones, la camisa, las tacas y su perfume de mujer sensual y abusadora, mezclado con el sudor de las horas en espera.

Inés se retorcía sobre él a pesar de la peste y del sudor. Le daba bellaquera sentir cuando las dos manos de Benito pretendían agarrarle las nalgas y alcanzarla toda, cuando le metía los dedos por la entrepierna entre el ceñido mahón que le apretaba el cuerpo. Comenzó a quitarle el pantalón después que ella le metió las manos en el suyo. Frotaba su pene con maestría. Se lo agarraba duro, pasaba los dedos con suavidad por su cabeza a punto de estallar y un poco humedecida por la erección: “Es como una quenepa recién abierta”, murmuró a su oído. “Chúpatela mami, cómetela toda”, le dijo Benito en voz baja. Ella se puso en cuclillas frente a él y se lo metió completo en la boca, de un sólo bocado. Él la miro desde arriba y la vio saborearlo todo, la vio cuando lo babeaba y lo frotaba con movimientos rítmicos mientras se lo metía en la boca, una vez más. Le daba morbo sentirla sumisa, arrodillada frente a él, le daba lujuria verla disfrutando comérselo: “¿Te gusta?”, le dijo. Ella lo miró aún con el pene en la boca y sólo asintió con la cabeza mientras se lo tragaba completo. Él la puso de pie y volvió a meterle la mano dentro del apretado mahón. Le agarró las tetas con la mano que le sobraba y se las sacó de entre el brassiere azul turquesa que hacía juego con el pequeño panti de encaje, en el mismo color. Le pasó la lengua entre los senos con ganas, sacaba la lengua y le mordisqueaba los pezones grandes y rosados: “Cógeme”, dijo ella, en un murmullo acompañado con un suspiro.

La acostó de frente a la mesa donde adobaban los puercos, una mesa en aluminio rectangular, fría. Le bajó el pantalón y el panti hasta los tobillos, sin quitarle los zapatos. Le abrió las piernas hasta donde alcanzó el ancho del pantalón y le estiró los brazos sobre la mesa. La miró de espaldas, allí tendida, rendida ante él, sumisa. Se agachó y se le metió entre las nalgas, le pasó la lengua por la entrepierna, con urgencia, con la lengua dura y sin ternura. “Estás mojadita”, le dijo. Se incorporó, y con una mano le agarró el pelo largo y rubio, y con la otra, se agarró el pene y la penetró por detrás, suavemente, porque le gustaba sentirla. Al entrar en ella la sintió mojada y caliente: “¿Esto es lo que querías?”. Ella contestó que sí: “No pares”, musitó.

Inés bajó los brazos y se los metió por debajo de sí misma. Comenzó a tocarse, le pidió que la tocara allí, en su centro del placer, para que supiese lo duro que se le ponía por su culpa. Él la tocó y su erección aumentó un poco más, si era posible que se le pusiera más firme. “A los veinte años, sólo se pone muy firme”, pensó Inés y sintió más morbo. Ella siguió pidiéndole que se la cogiera con más fuerza mientras se tocaba con ganas, hasta que se abrió hacia él, un poco más y comenzó a contorsionársele el cuerpo como si estuviese poseída, y lo estaba, pero de placer. Benito no pudo evitar el orgasmo, se lanzó sobre ella en convulsiones casi epilépticas haciendo un ruido gutural cual si lo estuviesen matando. Se le acostó encima y le dijo lo rico que era cogérsela los domingos después picar cerdos.

Se incorporó, se le salió de encima, se subió el zíper y se marchó con la t-shirt en la mano y sin decir nada más.

Inés se subió el panti y el pantalón, se acomodó las tetas dentro del brassiere azul turquesa y salió con cuidado del almacén, como si nada hubiese pasado y como si nadie supiese.

Curiosamente, esa noche el local ya estaba cerrado y sólo quedaba su carro y el de los empleados que junto a Benito celebraban entre carcajadas y con cervezas el final de la jornada y el polvo con Inés. Esa noche, Alberto estaba entre ellos, celebrando también. Besando en la boca a uno de aquellos ocho empleados, a Lolo, el que picaba la morcilla y repartía el cuajito, quien la miró con malicia y complicidad: “Vete chula, yo lo llevo, que ya a ti, te dieron lo tuyo”, le dijo en voz alta y tono burlón. Todos comenzaron a reír y Alberto le tapó la boca con un beso y se quedó allí, como si nada.

Inés nunca volvió por El Socio y tampoco volvió a hablarle a Alberto. Dejó de importarle el qué dirán, y si no encuentra marido. Ahora se la pasa sola y la han visto por El Original, bailando merengue y bachata, dándose “shots” de tequila, con los mahones ceñidos, con el pelo rubio recién lavado, durante las mismas tardes de domingo, pero ya, sin ir a misa.



Mara

lunes, 2 de julio de 2018

Urgencia...

Alucinaba por el calor. Sentía que se le derretía el cerebro y también el cuerpo.

Mientras esperaba que llegara el tren, la mujer observaba y se imaginaba cosas. De esas bobadas que piensas cuando no tienes más opción que experimentar la quietud del que espera. De esas cosas que se te ocurren mientras inventas historias de la gente que tienes cerca pero que no conoces. De esas cosas que imaginas cuando tu ser no soporta la realidad que le abruma y decides transformar el entorno.

Aquella tarde, el aire era denso. Había una bruma espantosa, de esos polvos que llegan desde muy lejos y que ataponan la energía haciendo aún más inhóspito el espacio. Le sudaban los muslos, le sudaban las nalgas, le sudaba la espalda, la entre-teta, los sobacos y por supuesto, el culo.

Esperaba en la estación del tren, como todos los martes, como todos los días. Allí, como siempre, con el aire caliente metiéndosele por dentro y recordándole que estaba harta de vivir entre la podredumbre, el abandono, la pobreza y la decadencia. Estaba harta de tanto cemento, harta del calor, de la humedad y de aquella maldita ciudad estancada en la nada.

Sentía el sudor correrle por el cuerpo, por entre las tetas, por entre las nalgas, derecho abajo por los muslos pegados y mientras sentía la humedad bajarle por todas partes, también pensaba en su vida, en lo que le había tocado experimentar. Pensaba en la familia, en los amigos, pensaba en los hombres que se había cogido y en los que dejó pasar, pensaba en el amor y pensaba en que le había tocado estar allí en aquel momento asfixiante pero irrepetible en el tiempo. No sabía cuál era su propósito, si es que hubiese alguno. No sabía dónde iba su vida, si es que acaso se puede tener dirección en un lugar tan decadente y vacío, sin orden ni esperanza. Pensaba, sólo pensaba en cualquier cosa que se le cruzara por la mente, pensaba mientras esperaba que llegara el tren, pensaba mientras su cuerpo seguía empapándose de aquella humedad asfixiante y poco sensual pero a la vez erótica.

Detenida en el tiempo, paralizada por el calor, en aquella desesperada quietud, alucinaba con verlo llegar, alucinaba con sentir el sonido de los rieles, el ruido, el chirrido. Alucinaba y deseaba su presencia como se desea al amante que no llega. Alucinaba con poder entrar al tren, alucinaba con quedarse quieta y poder sentirle, finalmente. Quería que el aire frío la poseyera, que se le metiera por dentro, sin pedir permiso, como si fuese el amante que llega por sorpresa.

Cerró los ojos un instante y sintió que volaba. Entró al vagón, sintió el placer del contacto con el aire frío, sintió la quietud de su cuerpo mientras experimentaba cómo se le secaba el cuerpo poco a poco: la cara, el cuello, la espalda, la entre-teta, los muslos, la entrepierna y también el entre-culo y cuando comenzaba a acostumbrarse a la fresca sensación, el sonido de un grito la sacó del trance en que estaba: “¡Atención Atención! Acaba de ocurrir otro apagón general, tenemos que cerrar la estación, favor de desalojarla. Salgan con cuidado” ...


Mara