miércoles, 1 de agosto de 2018

La dancer...

Quería ser monja cuando fuese grande. Ir a misa la llenaba de alegría y de un gozo particular que le demostraba su devoción religiosa y el camino que quería seguir en su adultez. Se imaginaba vestida de monja, con un hábito religioso blanco que mostrara su pureza, su virginidad, su humildad y renuncia al mundo exterior, su obediencia. “Quiero ser monja”, les decía a todos.

Sin embargo, y muy a pesar de su aparente certeza, tan pronto entraba a la iglesia, localizaba a Josué, el guitarrista del coro y amigo bailarín. El muchacho al que veía los domingos en la iglesia y los martes en la clase de baile. Verlo también le daba alegría pero esa alegría era distinta, se le aparecía como un cosquilleo que le atravesaba el cuerpo y se alojaba en su entrepierna. Se encontraba con él sin poder evitarlo, después de la misa, en el salón donde daban catecismo, las clases de bordado y los cursos pre-matrimoniales. Allí se grajeaban y toqueteaban por un rato antes de regresar a sus casas. No hablaban mucho, de hecho, no hablaban de nada, sólo se besaban y se descubrían los cuerpos. Aquellos encuentros se convertían en los verdaderos dilemas con los que se confrontaba, Rosa, cuando regresaba a su casa. Todos los domingos, juraba que nunca más volvería a ver a Josué en el saloncito, pero el próximo domingo, rompía su juramento y volvía a bajar.

El tiempo pasó y al graduarse de Escuela Superior dejó de ver a Josué. Con los años se convirtió en una reconocida bailarina y con la fama, olvidó sus dilemas: su devoción religiosa y también a Josué. Salió del país a bailar con diversos artistas, salió en anuncios de televisión enseñando un cuerpo voluptuoso y atlético, se casó con algún famoso, se divorció al tiempo y entre tanta emoción, aventura, viajes, fama y fortuna, se fue sintiendo vacía. Entonces, decidió retirarse, regresar a casa de sus padres y retomar el sendero que abandonó en su joven adultez. Un día cualquiera, como una epifanía, recordó su verdadera vocación, seguir un camino religioso.

Pensó que a lo mejor se había desviado de su ruta porque el catolicismo, verdaderamente, no le llenaba el alma. Tenía claro, después de tantos años, no sólo que no sería monja sino que la jerarquía y la formalidad de la iglesia católica no le satisfacían. Decidió pasearse de iglesia en iglesia, a ver con cuál resonaba y en poco tiempo, se convirtió al evangelio.

Como cristiana seguiría la biblia como único libro y la palabra, como norte. Comenzó a repetir un versículo del libro de Juan que le parecía significativo y que fue el que la hizo tomar la decisión de regresar a la vida religiosa: “No améis al mundo ni a las cosas que están en el mundo. Si alguno ama al mundo, el amor del Padre no está en él; porque todo lo que hay en el mundo, los deseos de la carne, los deseos de los ojos, y la vanagloria de la vida, no proviene del Padre, sino del mundo. Y el mundo pasa, y sus deseos; pero el que hace la voluntad de Dios permanece para siempre”.

Encontró en la iglesia protestante, el sosiego y el amparo que no encontraba entre leotardos y mallas, entre luces y gritos. Cambió su manera de vestir y se volvió recatada, aunque nunca dejó de mostrar sus grandes tetas y nalgas redondas.

Iba a la iglesia los miércoles y los domingos, hacía trabajo voluntario y dirigía un grupo baile con temática religiosa para jóvenes creyentes. Se sentía satisfecha con su vida y aunque tuvo algunos pretendientes, no se había envuelto con ninguno porque quería mantenerse casta hasta volver a casarse y todos ellos, querían cogérsela sin pasar trabajo.

Así pasaron algunos años, hasta que un sábado de servicio voluntario, llegó a una comunidad a ofrecer un taller de baile que se convirtió en una clase recurrente para adolescentes y adultos. Ese día conoció a Tito, un tipo soltero, dueño de un taller de mecánica, al que le gustaba el juego y el sexo y quien purgaba sus pecados, ayudando su comunidad con trabajo voluntario. Tito, no iba a la iglesia, sin embargo, era apreciado y respetado en aquel lugar. Organizaba los grupos para las diversas actividades comunitarias y tenía poder de convocatoria, por lo que era el encargado de invitar a la gente del barrio y confirmar su asistencia. Contaban con él para todo.

El defecto de Tito eran las mujeres y el juego, pero eso no parecía afectar la imagen que de él tenían en la comunidad y nadie lo comentaba. De esta forma, aquel sábado, al ver a Rosa llegar al barrio, quedó prendado de sus grandes tetas y ella, se sintió atraída ante su caballerosidad y atenciones.

Algunos meses después comenzaron a salir y en poco tiempo, se hicieron novios. La familia de Rosa estaba loca porque volviera a casarse, por lo que vieron con buenos ojos que se metiera con Tito. Sin embargo, su madre le advirtió que por ser una mujer divorciada debería guardar mayor recato: "No te acuestes con él, que te deja".

En cada salida subía la temperatura entre aquellos dos seres.

Rosa, se moría por sentir a Tito; desnudársele y soltar toda aquella bellaquera contenida pero las palabras de su madre resonaban en su cabeza y además, estaba en la iglesia y había decidido llegar casta al matrimonio.

Tito por su parte, hacía todo lo que necesitaba para conquistar a la hembrota; le llevaba flores, la acompañaba a la iglesia y hasta llegó a escuchar el culto. La observaba desde la parte de atrás de la iglesia, con los brazos arriba y orando con devoción. Se la ligaba entera, de arriba abajo y de abajo a arriba. Le encantaba la curva de su espalda y el culote de aquella mujer. Le gustaba tanto, “la dancer”, como la llamaba entre sus amigos, que para complacerla, llegó hasta a cantar las canciones religiosas que se cantaban en la iglesia. Las practicaba durante el día en el taller, mientras arreglaba carros, con tal de impresionarla: “Yo me gozo el lunes, yo me gozo el martes, yo me gozo el miér-co-les, yo me gozo el jueves, yo me gozo el viernes, sábado tam-bién..." Fue capaz hasta de hacer el ridículo, porque estaba seguro de que el fin justifica los medios. Estaba obsesionado con ella, con que no dejara que se la cogiera, y fue tanta su obstinación que hasta le regaló una sortija de compromiso, a ver si se le daba y podía por fin, cogerse a la prieta aquella.

Sin embargo, las cosas no siempre ocurren como esperamos y ella usó la sortija para preguntarle: "¿Cuándo nos casamos?". Tito, cegado por la bellaquera y sin medir consecuencias como acostumbraba, le dijo: "Cuando tú quieras".

Se casaron en dos semanas y él, aunque no entendía bien lo que pasaba, estaba seguro que por fin esa noche, se cogería a “la dancer". Cuando llegó el momento donde los dos solitos podrían complacerse, ella se metió al baño y allí estuvo un rato. Salió con una ropita diminuta, con las tetotas casi por fuera y con el objeto deseado bien expuesto. No rezó ni miró al cielo, tampoco cantó. Tan sólo se detuvo a poner una canción de reggaetón, de aquellas que bailaba cuando andaba por el mundo. Le bailó eróticamente, le culeó y se le remeneó por encima del cuerpo como él deseaba desde hacía meses.

Tito, la miró con lujuria, con esa lujuria que se te asoma a la cara cuando llevas tiempo esperando y sabes que te vas a comer lo que deseabas. Le miró las tetas y el culo, la agarró, la besó completa y al son de la música, al fin se cogió a “la dancer”. Se lo hizo con ganas y con la urgencia que trae la espera. Ella se olvidó de la iglesia y se dejó coger a lo bruto, que era como más le gustaba.

Al final de la canción y después de los fuegos artificiales, Tito se le movió de encima y se acostó a su lado. Acurrucado como un niñito la miró desnuda y no sintió nada, ni siquiera quiso acariciarla o repetir.

Después del orgasmo, le llegó la asquerosa lucidez, esa que te restriega en la cara que eres un bestia y que acabas de joderte la vida. Después de venirse, comprendió que aquella mujer lo único que le daba era morbo y que nadie, nadie se casa por morbo... 



Mara