Sentado frente aquel pedazo de mundo, David pensaba sobre su vida. Veía pasar frente a él un sin número de imágenes que recreaban su existencia. Recordaba su infancia, los años en que no tenía nada por qué preocuparse, los años en los que la vida era tan sencilla como jugar y sentarse en el balcón a observar la gente pasar.
"Tris-tras, Tris-tras", sonaban las ruedas del carrito de supermercado que Ventura empujaba por las calles de su pueblecito, del lugar de donde salió siendo aún muy joven: "Gofio, polvo de amor, paletas de ajonjolí, dulce de coco. Gofio, polvo de amor, paletas de ajonjolí, dulce de coco", gritaba la mujer. Vestida con harapos, añosa, sola. Le quedaba un diente, de los de abajo, cargaba una sombrilla y en cada una de sus arrugas se veía no sólo el paso del tiempo sino el de la vida. David recordaba vívidamente aquella escena, recordaba a Ventura claramente. "A la verdad que hay cosas que nunca olvidas, cosas que se te quedan grabadas en la cabeza, en el cuerpo, en la piel", pensaba y sonrió por lo trivial de aquel recuerdo. Ventura no representaba nada trascendental, era tan sólo una imagen de su pasado que formaba parte de su infancia. Sin embargo, le sorprendió la vividez de su recuerdo y dijo: "No importa dónde te metas, no importa a dónde te vayas, los recuerdos son los recuerdos y a esos, ni el tiempo ni la distancia los borra".
A sus sesenta y tres años David, por primera vez recapitulaba sobre su vida: "Lo menos que he hecho en esta vida es pensar, soy un hombre de acción. Viví para sentir ese "rush" de adrenalina que te da el vivir en los extremos, arriesgándote. A lo mejor por eso me he pela'o tanto las rodillas, a lo mejor por eso me he tropezado tantas veces con las mismas situaciones, pero la verdad es que así he sido... Los años te van ablandando y de pronto un día te confrontan con los recuerdos, hasta con aquéllos que ni siquiera pensaste importantes".
"Tris-tras, Tris-tras", sonaban las ruedas del carrito de supermercado que Ventura empujaba por las calles de su pueblecito, del lugar de donde salió siendo aún muy joven: "Gofio, polvo de amor, paletas de ajonjolí, dulce de coco. Gofio, polvo de amor, paletas de ajonjolí, dulce de coco", gritaba la mujer. Vestida con harapos, añosa, sola. Le quedaba un diente, de los de abajo, cargaba una sombrilla y en cada una de sus arrugas se veía no sólo el paso del tiempo sino el de la vida. David recordaba vívidamente aquella escena, recordaba a Ventura claramente. "A la verdad que hay cosas que nunca olvidas, cosas que se te quedan grabadas en la cabeza, en el cuerpo, en la piel", pensaba y sonrió por lo trivial de aquel recuerdo. Ventura no representaba nada trascendental, era tan sólo una imagen de su pasado que formaba parte de su infancia. Sin embargo, le sorprendió la vividez de su recuerdo y dijo: "No importa dónde te metas, no importa a dónde te vayas, los recuerdos son los recuerdos y a esos, ni el tiempo ni la distancia los borra".
A sus sesenta y tres años David, por primera vez recapitulaba sobre su vida: "Lo menos que he hecho en esta vida es pensar, soy un hombre de acción. Viví para sentir ese "rush" de adrenalina que te da el vivir en los extremos, arriesgándote. A lo mejor por eso me he pela'o tanto las rodillas, a lo mejor por eso me he tropezado tantas veces con las mismas situaciones, pero la verdad es que así he sido... Los años te van ablandando y de pronto un día te confrontan con los recuerdos, hasta con aquéllos que ni siquiera pensaste importantes".
Comenzó a tener frío, allí siempre hacía frío y pensaba David, que con el tiempo y con los años que llevaba en ese lugar, no sólo se le enfriaron los huesos sino que además, se le había congelado el alma. Hacía tiempo que nada le emocionaba, todo era neutral, gris. Sus hijos habían crecido y se habían ido a hacer su vida, Katia, su esposa ya ni le reprochaba, bueno, no podía reprocharle porque ya no estaba, lo había abandonado, una vez más.
Sin embargo, ese día, por primera vez, sentado frente a aquel pedazo de mundo tan conocido e incierto, reconocía dos cosas; que había pasado por la vida sin ni siquiera cuestionársela y que se la pasaba recordando, recordando, recordando: "Me la he pasado recordando pero sin interpretar los recuerdos, me la he pasado añorando viejos momentos que nunca regresarán". Continuó hablando solo: "Eso es lo único que no puedes dejar atrás, los recuerdos, los malos, los buenos, los regulares. Aquéllos que te hicieron reír, los que te hicieron llorar, los que son parte de los cuentos, los que son parte de la historia, de tu historia. ¿Qué fue lo que dejé atrás?, ¿Qué no resolví?...¡A la verdad que los años me han apendejao!". Se incorporó, se sacudió el abrigo y regresó al cuartucho donde se mudó desde que Katia lo dejó por última vez, según ella.
Durante los últimos años, cada vez que David se metía en su cueva, Katia le decía que se fuera de la casa y se decía: "No lo soporto cuando se va en esos viajes, estoy hastiada. ¿Cuándo lo voy a ver contento por un año entero?, cada vez es más difícil, y ahora que los muchachos no están es peor...estoy cansada, me harté. Que se vaya un rato..." Intentaba dejarlo, se lo arreglaba en su cabeza pero su dependencia la llevaba donde él una vez más y volvía a caer en su propia trampa. Esta última vez, antes de que saliera de la casa Katia le dijo: "David, ¿sabes?, me olvidé de mí y viví para ti y nunca me viste realmente porque siempre estuviste escondiéndote de ti mismo, de tu extraño ser, de esa cosa loca que te habita y que no conoces. Hoy entiendo tantas cosas y lamento haber perdido tanto tiempo aquí, haber perdido mi juventud y mi vida intentando llegar donde ti, mientras tú escapabas de tus recuerdos, de tu conciencia. Ojalá que algún día logres borrarlos, ojalá. Me cansé de vivir a tu sombra..."
David, recordó lo que Katia le dijo y pensó: "Ya mismo se aparece por ahí pidiendo perdón, una vez más. Por eso los hombres no respetamos a las mujeres, porque no se dan a respetar". Hablaba consigo mismo entre aquellas cuatro paredes, mientras se sentaba y prendía un cigarrillo de mariguana: "¡Blah!, al carajo los recuerdos".
Regresó a su encierro habitual, a aquél recóndito lugar donde a través de la droga convivía mejor con su conciencia. Pero los recuerdos, las historias y los cuentos si no los resuelves te persiguen como fantasmas: "Mami cómprame estos soldaditos, mami, cómprame esto, mami, mami, mami...Muchacho deja eso ahí que no hay chavos, no jodas, deja eso ahí..." Se sorprendió David ante otro recuerdo de la infancia, esta vez de su madre; Doña Lela, la mujer más relevante de su vida y a la cual también había castigado con su ausencia: "Llevo toda la vida haciendo lo mismo, castigando a las mujeres que me quieren, haciendo como un niñito en medio de una pataleta, recogiendo mis juguetes y dejando el juego. Dejándolas con las ganas, castigándolas con mi ausencia. ¿Cómo no me di cuenta de esto antes?...Puñeta, pero ¿Por qué sigo recordando?". De pronto, una voz conocida interrumpió aquél monólogo: "Porque eso es lo que has hecho toda tu vida, vivir de recuerdos, aunque lo niegues..." David miró hacia los lados, hacia atrás y no vio nada. Había escuchado esa voz, pero no daba con el rostro. Se asustó un poco y pensó: "A la verdad que Katia debe volver pronto, antes de que me tueste, ya hasta estoy escuchando voces".
Esa noche el arrebato no fue agradable, los pensamientos, los recuerdos, le pasaban por el frente como pequeñas películas. Algunos lograban atormentarlo, algunos otros le daban sosiego, otros tristeza, nostalgia, alegría y se repetían como un espejo frente al otro, uno tras otro; alegría, tristeza, culpa, sosiego, nostalgia, angustia y tormento, lujuria, besos suaves, duros, sorpresa, palpitaciones, excitación, incertidumbre, locura, más lujuria, sexo, desnudez, cuerpos e imágenes, nombres, mujeres, engaños, miedo, terror: "Cállate", gritó desesperado: "No quiero oírte más, vete".
Pero la voz aparecía con cada pensamiento y lo cuestionaba. Cada imagen le aceleraba el pulso: "Lucero", recordaba su desnudez, sus besos, su entrega. También pasó frente a él su cobardía y manera huidiza de resolverlo todo: "Los castigabas con tu ausencia, los hacías responsables de tu desgracia, cuando el único responsable eras tú. Qué manera más fácil de resolver la vida huyendo como un fugitivo". David comenzó a contestarle a esa voz que no identificaba pero que era su propia voz: "Fue culpa de ellos, de mami por no dejarme salir, de Katia por no atenderme, de Lucero por no protegerme, de mi padre por no estar presente, de mis hijos por no reconocerme, es culpa de todos, yo no sé, no entiendo. ¡Shhhhhhh!, déjame". Comenzó a dar vueltas por el cuartucho, comenzó a buscar en las gavetas de la cocina, por debajo de la cama, en el baño: "Aquí hay alguien que está jodiendo conmigo, lo sé". No encontró nada, sólo a sí mismo, no supo qué hacer, la voz se repetía como un profundo eco en su cabeza y lo perseguía.
Despertó en un lugar desconocido, un hospital. Le explicaron que tuvo una crisis de identidad y que lo habían encontrado deambulando por las calles, casi con hipotérmia. Que no cargaba consigo ninguna identificación y que no recordaba nada. Le dijeron que llevaba allí tres semanas, que habían logrado estabilizarlo y que había perdido el conocimiento después que llegó al hospital. Que había despertado hacía una semana pero que hasta ese momento no recordaba quién era ni dónde vivía y que sólo mencionaba un nombre, Lucero. "¿Quién es Lucero?", preguntó la mujer sentada junto a él. "¿Quién es usted?", preguntó David, desconcertado. "¡Hey, parece que está de vuelta! Disculpe, soy la Dra. Jacqueline Ríos, soy sicóloga y me asignaron su caso para ver si podía hacerle volver a la realidad. Hablo con usted todos los días desde que despertó y por fin lo veo regresar. ¿Cómo se siente? Está en un lugar seguro, queremos ayudarle. Así que, si es posible, dígame todo lo que recuerda sobre usted".
David no entendía nada y comenzó a desesperarse. Miró a la mujer frente a él, se puso de pie y le dijo: "¿Qué hago aquí? Déjeme salir". La sicóloga también se incorporó: "No hay problema, puede salir cuando quiera pero antes debemos saber a quién debemos llamar para que le recoja y...¿cuál es su nombre?..." "David, me llamo David", dijo secamente. La doctora intentaba calmarlo: "David, aquí podemos ayudarle, el estado paga para que demos servicio a personas que como usted, sufren de alguna crisis de identidad. Podemos ayudarle a entender lo que está pasando en su cabeza o en su corazón. Si nos lo permite, podremos ayudarle. Venga, siéntese aquí, tranquilícese y piense si desea recibir nuestra ayuda. Voy a salir y regreso en un rato. ¿Le parece?". David guardó silencio mientras ella salía.
"¿Qué carajo pasó?, ¿De qué crisis de identidad habla?", comentó, pero la sicóloga ya había cerrado la puerta. "Mencioné a Lucero, a Lucero, ¡wow!, ¿Qué habré dicho?". Miró por la ventana del cuarto donde se encontraba, vio la frialdad del exterior y lo solo que estaba: "Qué me está pasando? No puedo llamar a Katia, se va a desesperar, ¡nah! ¿dónde está mi osito?" y rió ante su pensamiento. Siempre que preguntaba por su osito, sonreía y recordaba a Lucero: "Lucero, Lu-ce-ro, todavía me río al pensarte, después de veinte años todavía el osito me hace sonreir...Pero y ¿por qué estoy tan mamao, pensando en estas mierdas?".
De pronto, su recuerdo fue interrumpido por aquella mujer, la sicóloga: "Bueno David y ¿qué ha pensado, nos deja ayudarle?". David la miró con un poco de desconfianza y pensó en sus sesenta y tres años y en lo desconcertante de todo aquello. "Sí, creo que sí. Pero antes dígame, ¿qué dije de Lucero?". La doctora lo miraba y veía su desconcierto. Tenía el rostro desencajado, los ojos hundidos y los espejuelos rotos. Sintió compasión ante él, ante su fragilidad: "La llamaba, parecía que le hablaba. ¿Fue alguien que murió, su hermana, una novia, quién fue Lucero?". La interrumpió: "Dígame lo que le dije sobre ella". Jacqueline, la doctora, sabía de Lucero más de lo que le estaba diciendo pero quería saber cuán consciente se encontraba, antes de decirle que Lucero estaba allí.
Lucero no había dudado ni un instante en viajar hasta el hospital de aquel frío lugar. David había sido el amor de su vida y ahora, después de tantos años sabía de él, aunque de una manera algo extraña. David necesitaba su ayuda y la estaba llamando, según le había dicho la mujer que la llamó... no podía negarse. Lucero le explicó a su esposo que un viejo amigo necesitaba ayuda y que iría a verlo. Marcos no la retuvo aunque sabía que se trataba de un viejo amor, pero sabía que Lucero tampoco lo retendría si estuviera en su posición. "¿Qué le pasó a tu amigo?", preguntó Marcos. Lucero no quería hablar, sabía que tendría que remover cosas del pasado que había guardado en algún lugar de su ser: "No sé, parece que tuvo un accidente o una crisis, no recuerda nada pero menciona mi nombre y les dio mi número de teléfono, no sé que decirte". Marcos la miró con incredulidad: "Puedes decirme la verdad". Lucero lo miró y le dijo: "¿Cuál verdad?". "Que fue el amor de tu vida", balbuceó Marcos. Incómoda, Lucero contestó: "Es un viejo amigo al cual hace más de veinte años que no veo. ¿Te vas a poner celoso de una vieja como yo? ¡Oye! Es un viejo amor, cierto, fue relevante en mi vida pero nunca me apreció, en cambió tú sí, tú me has adorado en estos últimos años y eso es muy importante y valioso para mí. No sientas miedo, regreso pronto".
Al próximo día llegó al hospital. La sicóloga se reunió con ella y le explicó la condición de David, le dijo que ningún familiar lo había procurado y que tampoco tenían información sobre estos. Le dijo que aunque estaba consciente, no reconocía nada ni nadie. Lucero sólo quería saber si estaba bien. Consciente de su inconsciencia pasó a verle. Entró, lo miró tiernamente, le tocó la cara y le dijo: "¡Wow baby, sigues igual de lindo!". Lo abrazó como si llevara años esperando hacerlo y así era, se sentó a su lado y lo vio sumido en sus recuerdos, en su silencio, en su tormento. No logró hacerlo reaccionar, aunque sí, lo escuchó llamarla, y también lo vio sonreir. Sintió una profunda tristeza y decidió quedarse algunos días por si volvía en sí.
De manera que, la doctora, ante aquella historia de amor algo accidentada y de tantos años, decidió tener mucho cuidado con el manejo de la situación. Curiosamente, David volvió en sí dos días después que Lucero llegó. Dos días en los que entraba a su cuarto y pasaba horas hablándole, aunque él no reaccionara. La Dra. Ríos no sabía si la presencia de Lucero tenía que ver con el que hubiese regresado de su enajenación, pero sí, sabía que el asunto era delicado y que tenía que ser cuidadosa, no fuera a enconcharse el viejo-muchacho otra vez.
David insistía en saber lo que había dicho sobre Lucero. La sicóloga le explicó cuidadosamente: "Déjame ver si puedo recrear algún pasaje con fidelidad... Le decías que te mirara que lo que te pasaba con ella no te pasaba con nadie. Mientras la llamabas sonreías y parecía que la veías, por eso pensé que era algún familiar o alguna mujer relevante en tu vida o alguien que murió". David se acercó a la ventana, abrumado, miró a la doctora y le dijo: "A Lucero, a Lucero la traté mal, a Lucero la engañé, a Lucero no tuve los cojones de quererla como se lo merecía, a Lucero he tratado de olvidarla pero su recuerdo me persigue como un cabrón fantasma..." guardó silencio y volvió a mirar por la ventana.
A la sicóloga no le sorprendía lo que le decía David. Sabía, que los asuntos no resueltos nos persiguen por toda la vida, como fantasmas, como sombras que se posan debajo de la cama y saltan sobre nosotros y nos brincan encima para que nunca olvidemos lo que pasó: "¿Qué pasó con ella?, ¿Por qué no la trató bien?... David, mientras deliraba la mencionó tantas veces que comenzamos a preguntarle sobre ella, nos dijo que quería verla y hablarle. Le pedimos información y nos dijo que no sabía de ella desde hacía mucho tiempo, pero igual, nos dio un número telefónico. David, pude ver la nostalgia en sus ojos a pesar de su inconsciencia. Sin embargo, después de ese comentario no volvió a decir nada. Llamamos a Lucero para ver si podíamos saber algo sobre usted. Dimos con ella y no sólo nos dijo su nombre, David Welis, sino que...también quiso venir a verle. Lucero está afuera y quiere verle, ¿me permite dejarla pasar?". David se puso rígido, se pasó la mano por el rostro, se mordió las uñas y miró a Jacqueline: "¡Que Lucero está aquí, que yo recordaba su número, que Lucero tiene el mismo número, que Lucero quiere verme!...No, esto no está pasando, quiero mi osito", y comenzó a reír descontroladamente y a la vez, comenzó a llorar con un profundo dolor.
Jacqueline, la sicóloga, lo miró con compasión, se le acercó y le dijo: "Va a estar bien, ya comenzó un proceso, llore aunque digan que los hombres no lloran, suelte ese dolor viejo, déjelo salir". David se secó la cara y le dijo, "No quiero verla, que se vaya". "¿Está seguro?", dijo la doctora. Estaba desconcertado: "Seguro, ¿de qué puedo estar seguro después de todo este mierdero que usted me ha dicho?". La sicóloga estaba muy intrigada ante la siquis de este hombre. Le costaba un poco de trabajo entender por qué, aunque no había dejado de llamar a Lucero, por qué, a pesar de su sesenta y tres años aún no tenía el valor de mirarla a la cara: "¿Qué habrá pasado aquí?", pensó mientras lo observaba: "David, Lucero me pidió que le dijera que lleva años esperando conversar con usted''. David volvió a interrumpirla: "¿Eso le dijo?, le digo que es una loca, ¿qué quiere hablar conmigo? con todo y lo cabrón que fui. Probablemente quiera insultarme y no estoy para eso. No, dígale que se vaya". La sicóloga respetaba su decisión y no iba a forzarlo: "No hay problema, vuelvo pronto, tranquilícese, todo está bien". Volvió a salir de la habitación y David volvió a quedar solo en su confusión: "Una cosa es llamar al diablo y otra es verlo venir... Quiero mi osito ahora" y volvió a sonreír: "Soy un cabrón, ¿cómo puedo pensar y sonreír en medio de esta mierda y a la vez, desear volver a ver esa maldita loca que nunca he podido olvidar?".
La doctora regresó en poco tiempo: "David, le voy a dejar descansar un rato, creo que volver en sí debe haberle agotado y a lo mejor deba recapitular un poco sobre todo esto. Aquí está esta libreta por si quiere escribir algo, por si quiere escribir su información, por si quiere que llamemos a alguien en caso de que vuelva a tener otra crisis. A lo mejor, escribir le sirva para organizar sus ideas. Regresaré en un rato, si necesita algo toque este botón y una enfermera le asistirá de inmediato. Todo va a estar bien, ya verá". David miró a la mujer salir de la habitación, miró una vez más por la ventana, miró la libreta y se sentó a escribir.
Esa tarde, ya al oscurecer, la Dra. Ríos regresó a la habitación de David. Al entrar se encontró con el piso lleno de papeles rotos, en muchos pedazos y a David, sentado frente a la ventana: "¿Cómo se siente?", preguntó. "¡Hola, hola, hola!, ¿qué pasa contigo?", rió David con malicia. Jacqueline lo observó con suspicacia y le repitió: "¿Qué pasa contigo?". David la miró, se incorporó y se le acercó un poco: "Me encanta cuando me dices eso, me encantas cuando me pones esa carita. ¡Ay! Lucero me vuelves loco, tú me encantas". La doctora dio un paso atrás y comprendió lo que sospechaba, otra vez se había perdido en sus recuerdos. Intentó infructuosamente de hacerlo volver en sí.
Al próximo día Lucero regresó. Aún no podía creer que no hubiese querido verla en su cordura pero que siguiera llamándola e imaginándosela en su locura. Volvió a entrar al cuarto pero David no la reconoció. Se quedó un rato con él, lo miró, lloró a su lado y le habló con un inmenso amor, un amor viejo: "¿Recuerdas cuando me decías que nuestras almas estaban atraídas, recuerdas cuando me decías que te daban palpitaciones al verme, al llegar a casa, te acuerdas de todas las veces que te dije lo importante que eras en mi vida? Nunca me atreví a decirte que te amaba, aunque me explotaba el pecho de tanto amor. Y hoy veinte años después mira donde estamos, ninguno pudo escapar de los recuerdos. No importó la distancia física, ni las excusas que intentáramos en nuestra cabeza. Los recuerdos no conocen el tiempo ni el espacio, ocupan un espacio que no tiene forma tangible y se nos aparecen cuando menos los esperamos y van y vienen. David, los recuerdos son esas cositas que se activan cuando alguna cosa en el presente recrea un instante del pasado. Como cuando el Universo nos permite presenciar una lluvia de hojas y al observarlas, se nos aparecen imágenes de algún instante en el que tú y yo estuvimos ahí. Yo también me volví loca, pero me enfrenté por días, semanas, meses a tu recuerdo y te observé y te lloré como nunca antes había llorado y te extrañé como nunca antes había extrañado y te escribí miles de cartas y me despedí de ti muchas más, pero tu recuerdo tampoco se fue, hasta que lo reconocí como parte de mi ser y permití que me habitará y lo acepté como parte de quien soy, en mi quietud y silencio. Y te perdone y me perdoné y agradecí a la vida por permitirme conocer el amor en esta existencia y por dejarme utilizar esta emoción como referencia. Por eso no enloquecí, porque me enfrenté a mi amor por ti, porque me enfrenté a mis errores, me confronté con tu partida y te lloré como si hubieses muerto y te guardé luto, hasta que acepté que ya más nunca volverías y que siempre te iba a recordar".
Veinte años después Lucero se liberaba de David, al por fin poder expresarle todo el amor y dolor que había sentido. Volvió a verle por días pero David nunca regresó, su mirada se había perdido en el infinito, su piel se había relajado, hasta parecía más joven. Lucero nunca supo si fueron sus palabras las que también lo liberaron o si quizás, en su mundo, por fin la había olvidado. La última vez que lo visitó, le llevó una carta y le pidió a la doctora que se la entregara si regresaba de su cueva. Se le acercó por última vez, volvió a tocarle el rostro, los labios, las cejas, como cuando eran jóvenes, lo besó con el mismo amor, le tocó el cabello, lo volvió a besar y se fue sin mirar atrás.
David nunca volvió de aquél lugar donde se metió un día. Sin embargo, cuando hablaba de Lucero sonreía, le brillaban los ojos y siempre decía la misma cosa: "Esto me pasa sólo contigo, contigo, contigo..."
Mara